Pautas para la homilía

XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 4,35-41:
¡Maestro, no te importa que nos hundamos!

Autor: Fray Manuel Santos Sánchez

(con permiso de dominicos.org)  

 

No hace falta acudir a un texto clásico, a un pensador famoso, para afirmar que la vida es lucha. No hay más que abrir los ojos y contemplar la vida humana. Nadie se lo encuentra todo hecho. Toda persona humana tiene que luchar para lograr un puesto en la vida, para conseguir aquello que quiere alcanzar. Supone esfuerzo personal, superar pruebas, superar obstáculos. En la vida de cada uno, hay momentos de calma y hay tormentas que amenazan con destruir, derribar, arrasar…

La vida de un cristiano sigue esta regla general. También para él la vida es lucha. El cristiano es el que acepta gustoso el regalo de la nueva vida, de la que nos habla San Pablo en la segunda lectura. La nueva vida del reinado de Dios, de dejar a Dios, y únicamente a Él, que sea el Rey y guía de nuestra vida. Un Rey no déspota, ni tirano, sino un Rey al que Jesús nos pide que llamemos Padre y, por tanto, hermano a todo hombre. Esta nueva vida de hijo de Dios y de hermano de todo hombre, no es un una vida fácil. Está envuelta también en la lucha. En ella hay momentos de calma y hay tormentas, como la que vivieron los apóstoles al atravesar el lago de Galilea, según nos relata el evangelio de hoy.

En su intento de seguir a Cristo, el cristiano vive tormentas personales, procedentes de su interior, en el que afloran, de vez en cuando, tendencias contrarias a Cristo, y sentimientos de perplejidad ante ciertos acontecimientos inexplicables y aciagos de la historia humana, en los que parece que Jesús se calla, no hace nada y sigue durmiendo. Vive tormentas ambientales que le gritan de mil maneras que eso de ser hijo y hermano es una locura, un escándalo, algo desfasado y pasado de moda. Sufre tormentas dentro de la comunidad eclesial, donde unos grupos y otros, buscando ser fieles al evangelio, manifiestan sus posturas encontradas. Sobrevienen también tormentas dentro de la comunidad eclesial, donde algunos de sus miembros causan fuerte escándalo y una gran herida a todos, viviendo lo contrario del evangelio.

A lo largo de la historia del cristianismo, todos los cristianos han experimentado la dificultad, en su propia carne, de seguir a Cristo muerto en la cruz y resucitado al tercer día. Recordemos la experiencia de San Pablo, que sufrió diversas tormentas y “peligros de muerte, de ríos, de ladrones, de los de mi linaje, de los gentiles, en el mar, entre falsos hermanos, en trabajos y fatigas, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez…”.  También tuvo momentos de calma, de fortaleza y gran alegría: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Cada cristiano, podemos traducir la experiencia de lucha, de tormentas, de fortaleza, de San Pablo a nuestra experiencia personal a la hora de vivir y predicar el evangelio. 

¿Cómo reacciona Jesús ante nuestras tormentas? En el evangelio de hoy, ante la súplica de sus atemorizados apóstoles que temen hundirse, Jesús realiza el milagro de increpar al viento y mandarlo callar. Pero no siempre Dios y Jesús realizan milagros ante las tormentas que padecemos. El mismo Dios Padre, cuando Jesús vivió la tormenta de su muerte injusta, no realizó el milagro de librarle de sus condenadores.

Nos cuesta entender que Dios ha dotado al hombre de libertad, con todas sus consecuencias. Por lo que en el transcurrir de la historia de la humanidad, hay dos grandes libertades en juego: la de Dios y la de los hombres y mujeres. Dios nunca va a ir directamente en contra de la libertad humana. Sería desdecirse de su apuesta. En este primer tiempo de nuestra vida, no va a hacer milagros y prodigios cada dos por tres para anular la libertad humana, siempre que elija el camino del mal. Sólo al final nos examinará del uso que hayamos hecho de nuestra libertad.

Pero podemos decir que Dios y su Hijo Jesús están dispuestos a realizar otro milagro, todavía mayor. El milagro de acompañarnos siempre, de nos dejarnos nunca solos a lo largo de nuestros días y de nuestras noches. “Yo estaré siempre con vosotros… no os dejaré huérfanos”… aquí tenéis, “mi cuerpo entregado, mi sangre derramada”. De manera misteriosa, pero real, nos acompaña siempre, con su amor, su fuerza, su consuelo, su luz, su palabra, sus promesas. Al final de nuestra existencia terrena, en el segundo tiempo de nuestra vida, Dios tomará de nuevo cartas en el asunto, y destruirá para siempre el mal y a todos sus hijos. Ya no se podrá elegir el mal, ya no se podrá hacer el mal, ya no habrá tormentas que amenacen nuestra felicidad de vivir en plenitud la amorosa y plenificante realidad de ser hijos y hermanos. El cristiano que ha entendido el milagro de la presencia continua de Jesús en nuestra vida, se dirige a Él para suplicarle, con esta conocida plegaria: “Pase lo que pase, que me pase contigo, Señor”.