Pautas para la homilía

Solemnidad: La Asunción de la Santísima Virgen María

San Lucas 1, 39, 56: Dios ha mirado la humillación de su esclava

Autor: Baldomero López Carrera. Laico Dominico

(con permiso de dominicos.org)  

 

El «reino de Dios», frase clave del mensaje de Jesús, no es otra cosa que la expresión bíblica de lo que es Dios: soberano amor, incon¬dicional y liberador, sobre todo de los pobres, enfermos, viudas, pecadores y marginados. El Magníficat recoge parte de las bienaventuranzas del reino de Dios. «A los hambrientos los colma de bienes ... a los ricos los despide vacíos… dispersa a los soberbios de corazón …enaltece a los humildes». María, siguiendo la vida y el mensaje de su Hijo, quiere, en su canto, dar esperanza justamente a quienes, en la perspectiva social y humana y en conformidad con nuestras humanas reglas de juego, carecen ya de toda esperanza. El Dios al que Jesús llama “Abba” es primeramente el Dios de los rechazados y los excluidos, porque ése es el único modo de ser un Dios de todos los hombres. Y en esta conducta de Jesús con los excluidos de la tierra, Jesús tiene conciencia de actuar como Dios lo haría y expresa al mismo tiempo qué Dios tenemos los seres humanos.

Jesús, al mostrar su preferencia por ellos, arranca a los pobres del desprecio de sí mismos por ser discriminados, les devuelve su dignidad de seres humanos. Y esta primera liberación individual es a la vez el posible comienzo de una autoliberación social, una rebeldía contra un sistema social que empobrece a una gran parte de la población. Las bienaventuranzas sobre los pobres no son un consuelo evangélico para mantenerlos calmados. Es más bien la divina licencia que Jesús les da para alzar su protesta, como hijos especialmente amados por Dios, contra una sociedad vio¬lenta con ellos. Justamente to¬mando partido por los pobres y discriminados, el reino de Dios se hace presente. Éste es, al mismo tiempo, una crítica y un reto a los que somos ricos para desprendernos del egoísmo y marchar por el camino del compartir fraternal.

El autor del Apocalipsis personifica en el dragón rojo –ensangrentado– al Imperio romano –sobre todo al emperador divinizado– que en aquellos tiempos perseguía sangrientamente a los cristianos. El poder militar, político y propagandístico de  este imperio era tan grande que ante él la fe cristiana, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo, para el autor sagrado, al final venció la mujer inerme.

En nuestro tiempo, el dragón rojo reviste otras formas a las que los cristianos estamos llamados a combatir. Por ejemplo, una sociedad de consumo que, como el emperador romano, exige entrega total y adoración, y que, sin embargo, causa hambre y miseria en una gran parte del planeta. Hoy hemos visto que tiene pies de barro y que se asienta sobre la mentira, como lo demuestran los millones de personas que están sufriendo el desplome del sistema económico mundial. También el sexismo es una bestia que amenaza nuestra convivencia diaria, dentro y fuera de nuestra Iglesia. Lo mismo podemos decir de las dictaduras que sufren muchos pueblos; y del odio que padecen los inmigrantes en nuestra sociedad de la abundancia; y de tantos tipos de males sociales y personales, de los cuales es misión de los cristianos ayudar a liberar a sus hermanos los seres humanos.

Ni los poderosos han sido derribados de sus tronos, ni los hambrientos han sido colmados de bienes. Más bien parece que sucede todo lo contrario. Y es que el reino de Dios ha sido inaugurado con Jesús de Nazaret, ciertamente, pero la salvación de los seres humanos tiene todavía un largo camino por recorrer hasta su implantación en la tierra. Por ello, Jesús envía a sus discípulos y les da la fuerza de su Espíritu no sólo con la misión de transmitir el anuncio del perdón de los pecados y la vida eterna, sino también con la de «sanar y salvar». Los seres humanos que consiguen experimentar en Jesús la salvación que viene de Dios son a su vez llamados a hacer lo mismo siguiendo a Jesús, e incluso a hacerlo aún en mayor medida (Jn 14, 12), con amor incondicional al prójimo. Sólo así, es creíble que el reino de Dios es la salvación para todos los seres humanos. Por eso, rezar o cantar el Magníficat no sólo es una alabanza de agradecimiento a Dios por el don de la salvación, sino también un compromiso para hacer que los poderosos sean derribados de sus tronos y que los hambrientos sean colmados de bienes. Jesús no quiso ser un líder político–mesiánico, pero su mensaje y su vida tuvieron implicaciones sociales y políticas de profundo calado. La práctica del reino de Dios lleva a acciones y palabras que pueden poner en entredicho y criticar a instituciones sociales, políticas, económicas, religiosas y también –cómo no– a personas. Porque la conducta de Jesús conmociona hoy nues¬tro sentido de lo que es justo, bueno y honesto. Creer en la resurrección de Jesús y en la nuestra, en la asunción de María al cielo, es luchar contra todo lo que signifique muerte y deterioro. Las pequeñas resurrecciones de los crucificados que hay en nuestro mundo son trozos de la gran resurrección que el Señor nos concederá como don.

Jesús se fio de Dios y vivió con la convicción de ser afirmado y reconocido como Hijo por su Abba. Esto es lo que confiesa nuestra tradición cristiana. Lo mismo sucederá con nosotros si nos fíamos de Dios: su Espíritu nos transformará y nos renovará para practicar un amor solidario. Como sucedió con Zaqueo, el recaudador de impuestos, quien, tras su encuentro liberador con Jesús, hizo que los pobres compartieran lo que poseía. La resurrección de Jesús y su ascensión junto al Padre, la asunción de María y la de todos los que han muerto en el Señor, nos quieren enseñar que el bien es más fuerte que el mal. La experiencia fundamental de los primeros discípulos tras el viernes santo fue que el mal, la cruz, no pueden tener la última palabra; el camino que ha recorrido la vida de Jesús es el correcto, y es la última palabra, rubricada en su resurrección. Y no es que la resurrección sea una especie de compensación por el fracaso histórico del mensaje y la actuación de Jesús; sino porque el «recorrer Palestina haciendo el bien» fue ya el comienzo del reino de Dios: de un reino en el que la muerte y la injusticia no tienen ya lugar. En la puesta en práctica del reino de Dios en Jesús está ya anticipada la resurrección, la asunción al cielo. La fe pascual afirma que ninguna forma de mal tiene un futuro definitivo.