Pautas para la homilía

Solemnidad: Jesucristo, Rey del Universo

XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Juan 18,33b-37: “A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”

Autor: Fray Juan Huarte Osácar

(con permiso de dominicos.org) 

 

Pilato no da crédito a lo que ve. Jesús, por su parte, acoge irónicamente el título de “rey de los judíos” (título que nunca fue una formulación mesiánica cristiana) en el momento en que, preso, es un juguete del poder romano. Siente en su interior el poder paradójico del que ha venido a servir para promover una vida digna para todos, la misma dignidad que él muestra en el juicio. Mientras el patio exterior del pretorio es un hervidero de gritos frenéticos de odio, en la estancia interior del interrogatorio Jesús traspira serenidad y paz. Es dueño y señor de la situación. El que siempre habló con autoridad, dará su última lección magistral desde lo alto de la cruz muriendo en comisión de servicio e inaugurando oficialmente su realeza.

El diálogo introducido por el evangelista enfatiza el tema de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha la voz de Jesús y le sigue. Él es la verdad hecha carne, la palabra del testigo fiel, del que vino para dar testimonio de la verdad. Nos muestra y revela la verdad acerca de Dios, la verdad que hace pensar y que ayuda a vivir.

Curiosamente, en el diálogo se invierten los papeles: el acusado pregunta como si él fuera el juez y el prefecto romano se ve sometido a juicio. Ha comenzado el juicio de este mundo, en el que el Príncipe de la mentira será derribado. Ha llegado la hora del compromiso con la verdad: todos los sellados con el INRI de la cruz, proscritos y postergados, serán rehabilitados.

Sólo los que están a favor de la verdad, como los niños que lo aclamaron a su entrada en Jerusalén, pueden captar la realeza de Jesús. La fiesta de Cristo Rey es también la de todos los bautizados, invitados a participar del reinado de Dios: reino de verdad y de vida, reino de justicia y de paz.

El mejor homenaje en el día de su fiesta: reconocerlo como Señor en la comunidad de los hermanos, allí donde todos puedan sentarse a la mesa de la palabra y del pan. En la cátedra señorial del servicio, donde la autoridad personal del ejemplo sustituye al ansia de poder y de dominio.