“Un nuevo camino por recorrer”.

Miercoles de Ceniza, Ciclo C.

Autor: Padre Pedro Crespo 

 

 

Con el miércoles de Ceniza comenzamos a recorrer el camino cuaresmal, que nos llevará hasta la fiesta de la Pascua, de la muerte y resurrección del Señor Jesús. Para poder celebrar adecuadamente esa fiesta es preciso prepararse, purificarse, hacer penitencia, convertirse... (ejemplo: para ver bien hay que limpiar los cristales), por eso comenzamos este tiempo con la ceniza, que representa lo poco que somos para así situarnos desde el inicio de la cuaresma en nuestra verdad: somos criaturas, y criaturas de Dios. 

Tenemos por delante cuarenta días, todo un nuevo camino por recorrer, un camino hacia el Padre, una camino hacia la pascua. Ese camino comienza con el reconocimiento del propio pecado. Es el primer paso. Es el paso más difícil. Es el cincuenta por ciento del camino. Reconocimiento que expresaba muy bien el salmo que hemos recitado (Salmo 50): “Misericordia, Señor, hemos pecado”. Hoy en día es difícil este reconocimiento porque se justifica todo pecado por las limitaciones humanas y por las explicaciones psicológicas. El pecado es un concepto religioso; sin la relación con Dios (cuestión previa e importantísima), no puede haber sentido de pecado. 

Voy a seguir este salmo 50, que es una preciosidad de oración. 

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. Invocación de lo mejor de Dios, su misericordia y su compasión; cualidades que le hacen comprender todas las limitaciones humanas, sintonizando totalmente con el hombre. Se invoca el ser de Dios para que borre la culpa, la responsabilidad que uno ha tenido al hacer el mal. No se pide que se justifique el mal hecho, sino que se reconoce. Dios borra la culpa, lava el delito, limpia el pecado. Pero el ser humano padece la pena de haber llegado e ese pecado: las consecuencias del pecado, la tristeza, el deseo de hacer algo para compensar... aquí se sitúa la penitencia del sacerdote en el sacramento de la reconciliación, para satisfacer esa pena. 

“Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces”. Reconocimiento explícito de la culpa, sin intento de justificación y huella del pecado en la memoria del hombre. Hay algún penitente que me ha dicho alguna vez. “...Y por la misericordia de Dios, no recuerdo nada más”. Se tiene siempre presente el mal hecho conscientemente y tenemos que aprender a perdonarnos a nosotros mismos. Esto es así porque “Dios perdona, pero el sistema nervioso, no”. “Contra ti sólo pequé”, como decía antes el pecado es un concepto religioso, por eso todo pecado afecta a Dios, aunque a Dios no le ofenden mis pecados; es decir, yo no puedo hacer daño a Dios con mis pecados, me hago daño a mí mismo, me alejo de mi propia felicidad (esa es la maldad que aborrece Dios, ver que el ser humano se confunde de camino). 

“Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes lejos de ti rostro, no me quites tu santo espíritu”. Cuando uno ha visto de cerca la maldad del corazón humano en uno mismo o en los demás, ansía recobrar la pureza de corazón, la inocencia perdida. Quizá vivir, y vivir religiosamente, no sea otra cosa que caminar conscientemente hacia la inocencia, renovarse por dentro con espíritu firme, reconstruir la vida con fundamentos sólidos. En ese camino hacia la inocencia uno considera que lo más fundamental es Dios, su amor, su espíritu: “no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”. 

“Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza”. Ante todas las desesperanzas de la vida, ante la conciencia del propio pecado, ante la desolación de un mundo enfermo de egoísmo... “Devuélveme la alegría de tu salvación”, hazme confiar plenamente en ti, que tú me puedes salvar, sanar, purificar, cambiar. Dame esa alegría que nadie puede quitar. Y afiánzame en ti, amárrame en ti, tú eres mi fortaleza. Por eso no puedo callarte, sino que tengo que proclamar tu alabanza, tengo que contar a los demás como me sana el reconocimiento del propio pecado delante de tu amor misericordioso.