“Deus caritas est”.

Pascua de Resurrección, Ciclo C

Autor: Padre Pedro Crespo 

 

 

Celebramos la Pascua del Señor, el “paso” de la muerte a la vida. Es una fiesta central en la fe de la Iglesia. Si Cristo no hubiese vencido a la muerte, nuestra fe no tendría sentido; tendríamos un mensaje hermoso para hacer un mundo mejor, pero sin horizonte. La fe en Cristo resucitado debe impregnar toda la realidad del sujeto que cree y de los ámbitos donde vive, dándoles un matiz de transitoriedad y relatividad con la perspectiva de la dicha que nos aguarda, sin quitarles el compromiso por adelantar aquí la gloria que se espera en la otra vida. 

La encíclica “Deus caritas est” de Benedicto XVI, de la que venimos hablando esos días, no plantea directamente el tema de la resurrección de Cristo; sin embargo, presenta el tema del amor de Dios y la unión con el amor al prójimo (DCE 16-18) de una forma que nos da pie a hablar con mucho fundamento sobre la resurrección. 

Introduce el Papa esta sección con una pregunta: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea?. Es el tema del amor a Dios; pero es, también el tema de la presencia visible o no de Dios. Los dos aspectos nos interesan. En seguida va a responder que Dios se ha hecho visible en la humanidad de su Hijo, en su presencia desde la resurrección en la Iglesia, y en la respuesta de los cristianos al amor de Dios. 

Dios no es del todo invisible para nosotros. Dios nos ha amado primero y ese amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues ‘Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él’ (1 Jun 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre. De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz...” (DCE, 17). Es decir, está claro que Dios se ha hecho visible en la humanidad de su Hijo Jesucristo. Es el misterio de la Encarnación, del que ha hablado anteriormente (DCE 12-15); misterio propio de nuestra religión, a través del que Dios manifiesta su amor por la  humanidad de un modo muy concreto. Con este aspecto no pasaríamos de tener un mensaje interesante para nuestro mundo, desde una gran personalidad. 

Continúa diciendo la cita anterior: “[Dios es visible de muchas maneras]... hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles ha guiado el caminar de la Iglesia naciente” (DCE, 17). Dios sigue siendo visible, sigue estando presente, en la resurrección de su Hijo; hecho que no le hace abandonar a la Iglesia, sino que le proporciona un nuevo modo de estar guiando a la misma. Cristo prometió que iba a estar con su Iglesia hasta el fin del mundo. Es una presencia desde la resurrección, una presencia real. Es tan importante este momento: el hecho que celebramos hoy, la Pascua del Señor, que si los apóstoles no lo hubiesen vivido la Iglesia no hubiese comenzado a llevar adelante el mensaje del Reino. Sin esta experiencia de encontrarse con Cristo resucitado, los apóstoles se hubiesen quedado metidos en su miedo y en sus casas. Este aspecto le da horizonte al mensaje del Evangelio y pone de relieve la divinidad de Jesús. El mundo mejor que podemos construir tiene de perspectiva la vida eterna, realidad que hace que la vida puede ser plena también aquí. 

Pero la cita aún sigue: “[Dios es visible de muchas maneras]... El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que él se refleja; mediante su Palabra, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. En la Liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos al amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana” (DCE, 17). La presencia de Cristo resucitado (insisto en este aspecto, Cristo está presente, no en su humanidad histórica, sino en su realidad total, personal y actual: resucitado) no se limita a la Iglesia naciente, sino que está ahí para siempre. Es cuestión de aprender a reconocer esa presencia: en los demás, en la Palabra, en los sacramentos, en la oración, en la comunidad, en la vida cotidiana... No solemos constatar esta realidad cuando hablamos de la Resurrección de Cristo, pensando en cosas más espectaculares: ver resucitar a un muerto, intuir su “nueva” corporalidad, discernir como entró en la casa con las puertas cerradas... Cristo está realmente presente entre nosotros desde su resurrección. 

La cita tiene un final interesante: “Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Él nos ama y nos hace experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta” (DCE, 17). Eso es lo que hace la Iglesia: responder al amor de Dios, “trasladándolo” al prójimo que lo necesita. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social, que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia” (DCE, 21). Por eso toda la segunda parte de la encíclica esta dedicada a la caridad de la Iglesia (Caritas. El ejercicio del amor por parte de la Iglesia como “comunidad de amor”). Por eso no es extraño aventurarnos a decir que Cristo resucitado está presente en la caridad de la Iglesia, que la mejor procesión del resucitado que podemos hacer son los pasos que nos encaminan a los pobres, que, en una sociedad descreída y que parcializa la visión del ser humano, “El amor, en su pureza y gratitud, es el mejor testimonio de Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar... La mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor” (DCE, 31).