XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

“El fariseo perdió su tiempo y el publicano ganó el perdón”.

Autor: Padre Pedro Crespo 

 

Las lecturas de este domingo XXX del tiempo ordinario nos vienen a decir que Dios está dispuesto a escuchar al pobre, al humilde y al afligido, pero no a los que se sienten seguros de sí mismos. A este propósito dicen las lecturas: 

-          En el evangelio: “Jesús dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Está claro que va a ser una crítica para los fariseos. 

Además escuchamos: 

-          En el salmo: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha”. 

-          En la primera lectura: Dios no puede ser imparcial, Dios toma partido por el pobre, escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano y de la viuda. 

Dios toma partido por el publicano y está en contra del fariseo. Pero hagamos el recorrido un poca más despacio. 

Los publicanos, los cobradores de impuestos de los romanos, eran gente especialmente mal vista en la época de Jesús. Y desde luego con razón. 

Eran agentes al servicio de los ocupantes romanos, que exprimían con impuestos a la gente de palestina para cubrir las necesidades del imperio. No sólo eso: además de cubrir las necesidades del imperio, tenían derecho a exigir dinero para cubrir, también, sus propias necesidades, y así se enriquecían a costa de sus conciudadanos. Por eso eran considerados doblemente pecadores: porque eran traidores a su país, y porque eran ladrones aprovechados. 

En cambio, los fariseos eran buena gente. Lo que dice este fariseo del evangelio no es ninguna mentira: eran honestos y cumplidores de la Ley, y además eran caritativos con los pobres. No había ni punto de comparación entre la manera de actuar de los fariseos y la de los publicanos: los fariseos eran mucho más dignos, mucho más fieles, mejores seguidores de la voluntad de Dios. 

Pero en cambio resulta que, en el texto del evangelio de este domingo, queda muy claro que Jesús se siente más cerca del publicano que del fariseo. Y no sólo en esta lectura: en todo el evangelio vemos como Jesús critica frecuentemente a los fariseos, y los fariseos le critican, y en cambio parece que con los publicanos se siente mejor. 

¿Por qué pasa esto? Es muy sencillo. Porque los fariseos estaban convencidos de hacerlo todo muy bien, como si no tuvieran ninguna necesidad del amor y de la salvación de Dios y, en cambio, los publicanos sabían muy bien que su actuación era mala, y, por lo tanto, eran capaces de darse cuenta de que necesitaban el amor y el perdón de Dios. Claro: si alguien no necesita a Dios para nada, cada vez estará más lejos de él, por mucho que piense que cumple con todo lo que ha de cumplir; en cambio, si alguien se reconoce pecador, tendrá ganas de acercarse a Dios y de buscar su amor, y Dios podrá acercarse a él. 

El evangelio de hoy nos dice una cosa muy clara: para acercarnos a Dios debemos sentir que le necesitamos de verdad. Debemos sentir que sin su ayuda y su fuerza no somos nada. Debemos sentir que, por mucho que nos esforcemos por ser buenos cumplidores de lo que se nos pide, siempre nos quedará un gran camino que recorrer para llegar a amarlo como él nos ama, hasta que lleguemos a confiar totalmente en él, hasta que lleguemos a hacer del Evangelio el criterio de nuestra existencia. 

Siempre nos queda un gran camino por recorrer. Porque ser cristiano, ser fiel a Dios, no consiste en cumplir solamente una serie de preceptos: cumplir los mandamientos y ser buenos es necesario, pero no basta. Ser cristiano es mucho más, es un camino que no se termina nunca: ser cristiano es llegar a ser como Jesús. 

Pero, darnos cuenta de esta gran distancia que existe entre Dios y nosotros, no tiene que desanimarnos. Porque Dios no espera de nosotros que lleguemos a la perfección: lo que espera de nosotros es que no dejemos de caminar hacia él y que no dejemos nunca de pedir su ayuda. Tenemos que reconocer que lo necesitamos. El fariseo era incapaz de reconocerlo. No necesitaba de Dios porque cumplía la ley y estaba satisfecho; eso ya le daba la salvación. Salió del templo mucho más alejado de Dios que entró. El publicano, en cambio, si que reconocía que necesitaba de Dios, y por eso Dios le dio su perdón y lo puso en camino de la salvación y de la vida. 

Quizás ahora podríamos detenernos en nuestro interior y hacer como el publicano: repasar nuestra vida y darnos cuenta de todo el camino que nos queda por hacer hasta llegar a vivir desde el Evangelio. Podríamos hacer como un examen de conciencia: repasar las cosas que hacemos mal. O cosas que deberíamos hacer y no las hacemos... en casa, en el trabajo, en la relación con los demás, en el uso de nuestro dinero o nuestro tiempo, en el servicio a la comunidad, en la ayuda a los pobres, en la relación con Dios... Seguro que ya sabemos en qué cosas fallamos más. Pues, recordémoslas ahora, y reconozcamos nuestro pecado ante Dios, y pidámosle ayuda para seguir adelante. 

Seguro que así Dios nos acogerá con su amor, y nos llenará de su gracia, y nos alimentará una vez más con el pan de la Eucaristía.