Fiesta. Exaltación de la Santa Cruz
S
an Juan 3, 13-17: Mirar a Cristo crucificado.

Autor: Padre Pedro Crespo  

 

 

En este domingo XXIV del tiempo ordinario celebramos la fiesta de la exaltación de la cruz. Cuando una fiesta coincide con el domingo, normalmente tiene preeminencia el domingo sobre la fiesta; en este caso, es la fiesta la que se celebra, pues es una fiesta importante. Esta fiesta nos sitúa en el Viernes Santo. Las lecturas nos hablan de la pasión y de la cruz. El Viernes Santo se centra más en la muerte de Cristo, hoy en la cruz, más que en el crucificado; pero recordad que el Viernes Santo hay un momento en el que se adora la cruz (sólo Dios es adorable, ese día se hace una grata excepción); en ese momento y en esa situación nos coloca la fiesta de hoy. Aunque en realidad la Cruz y Cristo han formado tal simbiosis que no se sabe donde acaba uno y donde empieza la otra: la cruz se ha “cristificado” y Cristo se ha “crucificado”, se ha hecho árbol de la cruz. Dice el prefacio: “Has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida...” Dice un himno de la Liturgia de la Horas de este día: “En la cruz está la vida y el consuelo y ella sola es el camino  para el cielo”. El sentido de la fiesta es, pues, exaltar la cruz como parte central de la fe; en ella está la vida, la salvación...

 

Además del precioso himno de San Pablo a los filipenses, que se lee en la segunda lectura (igual que el domingo de ramos), vemos en la primera lectura y el evangelio una correspondencia: Moisés hace un estandarte con una serpiente para que los mordidos de serpiente miren el estandarte y queden curados; así Cristo tiene que ser elevado para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Cristo, elevado en la cruz, es causa de salvación si es mirado con fe.

 

Dediquémonos en el día de hoy a mirar a Cristo crucificado; su contemplación nos puede  traer mucho bien a nuestra vida; es causa de vida y de consuelo. No sé por qué, pero me gusta mirar a Cristo crucificado.

 

Cuando miro los pies clavados de Cristo en la cruz me vienen a la memoria todas las encrucijadas de la vida, el preciso momento en el que uno no sabe qué dirección tomar y hacia dónde encaminarse, las terribles y dolorosas situaciones en las que uno está solo ante la vida, esos momentos fundamentales que influirán en el resto de la vida personal, familiar y social; me vienen a la memoria la indecisiones, las opciones, las dudas... Mirando los pies clavados de Cristo en la cruz, los míos se aprestan a la peregrinación por la vida, a la marcha por los caminos de este mundo, a recorrer los caminos de Cristo y como Cristo, las decisiones se me aclaran, porque se ve más nítido el horizonte.

 

Cuando miro las manos clavadas de Cristo en la cruz, las amenazas que se ciernen en los puños cerrados y armados de tantos hombres y mujeres para atacar al contrario, desaparecen en abrazos a los demás; la cerrazón y el egoísmo, que siembra de cercos todos los contornos personales, abre puentes y puertas al prójimo. Mirando las manos clavadas de Cristo en la cruz, las mías se preparan para compartir los bienes que Dios quiso que fueran para todos, mis manos se preparan para la acogida y la caricia de toda persona necesitada.

 

Cuando miro el costado abierto de Cristo en la cruz, del que brotó agua y sangre, los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, me siento invitado a superar la tiranía del sentimiento en mi vida. Siento todo lo que hago y lo hago porque lo siento. Pero me alejo de mis sensaciones para adentrarme en la realidad de los otros; ellos comienzan a ser mi centro desde el costado abierto de Cristo en la cruz. Vivo la presencia de Cristo en la Eucaristía y pido que “sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida” (Oración de despedida del domingo XXIV). Mirando el costado abierto de Cristo en la cruz, el mío se reclina más fácilmente sobre el suyo y es más fácil acompasar los latidos del corazón.

 

Cuando miro la cabeza coronada de espinas de Cristo en la cruz, veo cómo los requiebros de la soberbia y el orgullo se desvanecen y el ser humano se hace más humilde mirando a Cristo crucificado, se acallan las preguntas, se silencian las voces, se apaga el ímpetu de la duda, se arrodilla el alma... y no queda más salida que la adoración. Mirando la cabeza coronada de espinas de Cristo en la cruz, la mía se inclina y entrega su voluntad a quien es autor de tanta vida y tanta salvación.

 

Me gusta mirar a Cristo crucificado. Contémplalo despacio. Ahí esta la Vida.