V Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Juan 12,20-33: "El grano da fruto cuando muere”.

Autor: Padre Pedro Crespo  

 

 

Estamos ya en el último domingo de cuaresma. Durante la cuaresma hemos ido haciendo un recorrido por la Historia de la Salvación para prepararnos a celebrar mejor la Pascua: la muerte y resurrección de Jesús. En este recorrido hemos recordado hitos como Noé, Abrahán, Moisés y el destierro en Babilonia. En toda la historia del pueblo de Israel se ve una constante por parte de Dios: hacer una alianza con su pueblo y mantenerla, a pesar de las infidelidades del mismo. 

Las lecturas de este domingo continúan con la misma idea: Dios sigue siendo fiel a su pueblo y, a pesar del pecado, quiere hacer una nueva y definitiva alianza con su pueblo. Es lo que Jeremías anuncia en la primera lectura, en un contexto de desesperanza, pues el reino del norte de Israel había sido conquistado por Asiria. Esta nueva alianza va a tener de novedad que no va a ser una alianza externa (los mandamientos escritos en piedra), sino que va a ser interior, pues el Señor pondrá su ley en el pecho del hombre, la escribirá en su corazón. Por eso podemos decir que la ley de Dios está escrita en nuestro corazón, en nuestra conciencia. Cada ser humano tenderá espontáneamente a obedecer esa ley. 

La Nueva Alianza, sellada por Dios con su pueblo, se realiza en la persona de Jesucristo. Es de lo que nos hablan la segunda lectura y el Evangelio. Nos dice el autor de Hebreos que Cristo “aprendió, sufriendo, a obedecer”, como resumen de lo que Cristo tuvo que soportar para sellar la Nueva Alianza. Sufrió para obedecer la voluntad de Dios. San Juan dice en labios de Jesús, que anuncia su propia muerte, “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Cristo tiene que morir en la cruz para sellar la Nueva Alianza; Cristo tiene que derramar su sangre como señal del nuevo pacto. 

Si nos preguntamos por qué tuvo que ser así, por qué Cristo tuvo que derramar su sangre para salvar a la humanidad, por qué no pudo ser de otra manera, puesto que Dios es Todopoderoso, nos encontramos con todo el misterio de la pasión de Jesús y con todo el misterio del sufrimiento humano. El mal, que engendra el pecado, no puede ser limpiado del mundo sin el riesgo de mancharse. Jesucristo vino a librarnos del mal, del sufrimiento, de la muerte y tuvo que pelear hasta el final con todo lo negativo. Su sufrimiento es como consecuencia de derribar todo ese mal. El sufrimiento que hay en el mundo sólo puede ser vencido si es compartido. Jesucristo vino a hacerse solidario con el hombre sufriente. La solución que nos ofrece Cristo para nuestro sufrimiento es que él nos puede comprender porque ha pasado por el sufrimiento, igual que pasamos nosotros. 

Lo que queda de manifiesto en esta celebración es que la cruz es un momento necesario, que la muerte es un camino por el que hay que transitar, que la muerte engendra vida. Quizá esto lo tendríamos que aprender bien, lo tendríamos que saber, que asumir: “El grano de trigo sólo da fruto si muere”. Conociendo esta verdad se nos harán más llevaderas las muertes, las cruces, los sufrimientos. Conociendo esta verdad podemos encarnarla en nuestra vida concreta. 

¿Podemos vivir nosotros esta máxima del Evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto”? Todos sembramos en la vida de muchas maneras: en la familia, con los amigos, en el trabajo... en estas realidades vamos dejando lo mejor de nosotros mismos; también lo hacemos en nuestras tareas apostólicas, en la catequesis, en la parroquia... La tentación que solemos tener y que es normal es querer cosechar enseguida, querer ver los frutos, para comprobar que nuestra entrega merece la pena; queremos tener seguridad de que lo que hacemos tiene un sentido. Pues bien, Jesucristo murió en la cruz sin haber cosechado ningún fruto: los apóstoles, que eran los más cercanos, le fueron abandonando hasta que se quedó solo; incluso parecía que Dios Padre le había abandonado. Solamente cuando pasó por la muerte y por el sepulcro, renació la esperanza, la vida, la Iglesia, el Espíritu. Nosotros queremos ver el fruto, pero no la entrega hasta el final, no la muerte. Hay muchos modos de morir, de sembrarse, en la familia, en el trabajo, con los amigos, en la sociedad, en la parroquia. También hay muchas maneras de no querer sembrarse, sino de reservarse a uno mismo. Lo que es mucho más infructuoso, aunque sea lo más cómodo. 

Que el ejemplo de Jesús nos estimule en nuestra entrega. Que nuestra vida sea una siembra de lo mejor de nosotros mismos. Que nuestra vida sea una donación total.