Domingo de Pascua: La Resurreccion del Señor, Ciclo B
Marcos 14,1-15,47: “No hay muerte sin vida”

Autor: Padre Pedro Crespo  

 

 

Celebramos en esta Eucaristía la función de los negros, de la cofradía del Santísimo Cristo del Sepulcro. Lo hacemos como es habitual en el domingo de resurrección, en el domingo de Pascua. Todo tiene su relación. Es lo que voy a intentar explicar en la homilía: cómo es muy apropiado celebrar la función del Cristo del Sepulcro, que representa la muerte, en el domingo de resurrección.

 

Estamos iniciando el tiempo de la Pascua. Sabéis que esta expresión quiere decir “paso”. La Pascua es el paso del Señor de la muerte a la vida. Por eso la Pascua cristiana se celebra ahora, no en el cambio de año, que solemos decir “felices pascuas”. Es la Pascua de Cristo, pero también la nuestra, pues en Cristo también nosotros hemos muerto al pecado y resucitado a una vida nueva.

 

Para vivir la Pascua cristiana hay que tener conciencia de que es un tránsito, un cambio, un paso de un lugar a otro. Cuando decimos: “pasa” a alguien es porque sabemos que está fuera y tiene que cambiar de lugar: de fuera a dentro; pues cuando celebramos la pascua tenemos que ser conscientes del paso de una situación a otra: de la muerte a la vida. Tenemos que asumir y vivir plenamente estos dos momentos. Hay personas que, por su modo de ser y por sus vivencias personales, se quedan en la cruz, en la muerte, y son incapaces de descubrir que, después de ese momento, viene otra vez la vida y la esperanza. También hay personas que quisieran pasar de la vida a la Vida sin pasar por la muerte; personas que huyen de todo lo que sea la cruz en su vida. Así no se puede resucitar o la resurrección es solamente un sentimiento interior, pero no una realidad.

 

Hay que asumir Getsemaní como lugar y experiencia del sufrimiento aceptado personalmente. Hay que asumir la Cruz como lugar propio de la muerte. Hay que asumir el Sepulcro como el lugar del olvido total por parte de los demás. Sólo asumiendo estos momentos podremos pasar a la resurrección. Cuando decimos de pasar de una lugar a otro, los límites están claros; sin embargo, en las experiencias espirituales, en la vida, los límites no son tan nítidos. Voy por partes para entendernos, no porque sea así la realidad.

 

Getsemaní representa el momento de sufrimiento asumido personalmente. Cuando Cristo experimenta que los demás le abandonan, incluso Dios Padre permanece distante, es cuando, paradójicamente, Cristo se pone en manos de Dios: “que no se cumpla mi voluntad sino la tuya”. Es la purificación de toda apoyatura humana, incluso de toda instrumentalización de Dios para poder recuperarlo en la “desesperación”, en el último recurso: acudir a Dios. Es una experiencia profundamente humana: ver que todos te abandonan, que te quedas solo, en la cuerda floja. Es el mismo acontecer de la vida, sin que existan problemas especiales. Esta experiencia es un momento particular para reencontrarnos con el Dios verdadero, que siempre nos acoge desde la paternidad. Sólo desde esta experiencia podemos descubrir, de verdad, a Dios.

 

La cruz es el momento de la derrota total, de la muerte. Cristo muere en la cruz. Sus verdugos, los romanos y los judíos, son los triunfadores. Él es el derrotado. Así se purifica su mesianismo de todo triunfalismo. Sólo le queda su amor al Padre. “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” y el amor a los hombres: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Es una experiencia profundamente humana. Vivir la muerte de los seres queridos, la propia muerte. O vivir la derrota en tantas circunstancias de la vida. Y en esos momentos permanecer amando a los demás, incluso a los que te hacen mal; permanecer confiando en Dios. Sólo asumiendo estos momentos nos podemos abrir a la vida que Dios nos comunica. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto, pero si muere da mucho fruto.

 

El sepulcro es el momento del olvido sustancial por parte de todos. Donde se purifica todo egoísmo. Cristo estuvo tres días en el sepulcro. Cuando nosotros estemos en el sepulcro y pasen las generaciones que nos siguen, seremos olvidados totalmente. No permaneceremos ni en el recuerdo de nadie, sólo de Dios. Pero esta situación de sepulcro también se refiere a esos momentos en que parece que todos “pasan” de ti, en los que parece que todo lo que has hecho no ha servido para nada. También estos momentos hay que asumirlos. Son purificaciones de todo rastro de egoísmo. Sólo desde estos momentos uno se puede abrir al amor verdadero.

 

Cristo pasó por Getsemaní, por la Cruz y por el Sepulcro; pero no se quedó en ninguno de esos lugares, no se quedó en ninguna de esas circunstancias. Cuando nosotros pasamos por eso momentos el peligro es que esa situación no nos abandone. Pensar, por ejemplo, en personas que han vivido situaciones trágicas que no suelen superar. Después el Padre lo resucitó, le dio una nueva vida. Los cristianos también tenemos una nueva vida, vida que convive con las experiencias citadas anteriormente, vida que tiene que ir tomando cuerpo en nosotros. ¿En que consiste la resurrección? ¿En qué consiste la nueva vida?.

 

La resurrección, principalmente, se refiere a la otra vida que viviremos junto a Dios en el cielo; vida a la que accederemos después de pasar por la muerte física. Esta nueva vida, que tenemos, no termina con la muerte. La muerte es sólo una transición a otra vida. Cristo ha resucitado y, por él y con él, todos estamos llamados a la resurrección.

 

Pero también es cierto que esa vida está ya en nuestro interior por medio del bautismo. Estamos injertados a Cristo y Cristo nos está transmitiendo la Vida Divina. Por el sacramento del Bautismo estamos injertados a Cristo y así se nos comunica una nueva vida, la vida divina, el ser hijos de Dios. Nuestra naturaleza humana queda exaltada porque está llamada a ser, en plenitud, divina. Es responsabilidad del ser humano ir expresando ese nuevo ser en los pensamientos, en las opciones, en las actitudes, en los hechos, en la vida diaria. Tenemos que darle realidad a los valores de Dios: la pobreza, la mansedumbre, la humildad, la justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz, la coherencia...

 

Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Desde el principio de la historia el ser humano refleja el ser de Dios en su búsqueda de relación con los demás. Dios es relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El ser humano es un ser en relación, no es un ser solitario.

 

Estamos liberados de la esclavitud, no ya de los egipcios, pero sí del pecado, para vivir en la libertad de los Hijos de Dios. Nuestra vocación es la libertad. El ser humano es un ser libre; libertad que respeta el mismo Dios. Esta es la grandeza del ser humano, que es libre. Podríamos decir que la libertad es poseerse a uno mismo para darse a los demás. Hay que liberarse de todo lo que nos somete y nos esclaviza interiormente y exteriormente y ponerse al servicio de los demás.

 

Tenemos un corazón de carne, no de piedra. El ser humano se puede ir endureciendo con la vida, se puede ir volviendo insensible ante los demás y sus necesidades, le puede ir surgiendo caparazones en su corazón. Dios nos ha puesto en nuestra nueva vida un corazón de carne, no endurecido por el pecado.

 

Concluyendo podríamos decir que gracias a la resurrección de Jesucristo tenemos una vida nueva, pero para vivirla plenamente tenemos que asumir los momentos que nos llevan a la vida nueva, momentos de sufrimiento y tenemos que dejar la vida vieja de pecado.

 

NOTA: “Getsemaní”, “Cruz” y “Sepulcro” están inspirados en “Reestructurar la vida. Materiales para ejercicios ignacianos” de Norberto Alcover; Ed.: Paulinas