V Domingo de Pascua, Ciclo B.
San Juan 15,1-8:
“Un sarmiento separado de la vid, se seca”.

Autor: Padre Pedro Crespo  

 

 

             Hay en nuestra religión un conjunto de fenómenos que caracterizan una determinada situación, una determinada vivencia del cristianismo. Es lo que podríamos llamar un “síndrome”: el síndrome del sarmiento separado, el síndrome de que la fe es comprometerse y el síndrome de la fe espiritualista. La vivencia de la religión cristiana hoy en día también tiene otros elementos: más opción personal que antes, más conciencia social... pero me centro en los anteriores porque son los que me sugieren las lecturas que hemos escuchado.

 

En la segunda lectura del apóstol San Juan se nos dice que el mandato del Señor es que “creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros como nos mandó”. Habla, pues, de dos dimensiones conjuntamente: el amor y la fe. A veces destacamos que lo más importante es amar a los demás, con obras concretas. Otras decimos que lo que hay que hacer es creer en Dios. En el texto del Evangelio escuchamos como Jesucristo recoge la imagen de la vid, empleada por los profetas en el Antiguo Testamento, pero se la aplica, no al Pueblo de Dios, sino a él mismo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Permaneced en mí para dar fruto”. Sin estar unidos a Cristo no podemos dar fruto, no podemos sobrevivir como cristianos.

 

Pues bien, en la sociedad actual vivimos en un conjunto de circunstancias que podríamos denominar el síndrome del sarmiento separado. Estas circunstancias vienen a hacer pensar a los individuos que se puede ser cristiano por libre: uno tiene unas creencias, unos sentimientos religiosos y unas prácticas piadosas, como procesiones, promesas... pero no “cree” en los curas, ni en la Iglesia, ni celebra los sacramentos; tan sólo ocasionalmente. Sin estar unidos a Cristo no podemos dar fruto en nuestra vida, pero esta unión con Cristo, esta relación con Dios, no depende principalmente del convencimiento y certeza subjetiva que yo tengo de que estoy en relación con Jesús, porque tengo delante una imagen, porque lloro cuando pienso en él...

 

La unión con Cristo es una unión sacramental o no es tal unión. Es una relación real que no depende del sentimiento que yo tengo de esa relación. Estoy injertado a Cristo por el sacramento del Bautismo, acogido por Dios en el sacramento de la Penitencia, comulgo su presencia real en comunidad en el sacramento de la Eucaristía, el Espíritu está en mí por el sacramento de la Confirmación... Si no acepto esta relación con Dios sacramental es como despreciar al Cristo Encarnado y toda su obra y preferir la imagen que yo me he hecho de Dios. Esto es muy serio y hoy está muy extendido. Ser cristiano no es tener un sentimiento religioso. Prueba de que no se puede ser cristiano por libre es el ejemplo de Pablo, cuando se convirtió al cristianismo va a la comunidad de Jerusalén, a los apóstoles, y les cuenta cómo había visto al Señor por el camino.

 

Vivimos, en los años posteriores al concilio, otro conjunto de manifestaciones que nos indicaban otra enfermedad en la comprensión de la fe; es lo que podríamos llamar el síndrome de que la fe es comprometerse. Lo importante es el bien hecho a los demás, lo importante son las obras: “obras son amores y no buenas razones”, lo importante es el compromiso.  Se ponía de manifiesto el compromiso humano, el esfuerzo, lo ético, sin tener en cuenta la gracia de Dios y todo lo que él hace por que nosotros colaboremos con él en crear un mundo mejor. Hoy también, este modo de entender la fe como compromiso cuestiona a la Iglesia y a los cristianos: si ya hay ONG’s que se ocupan de atender a los necesitados y lo hacen desde gente especializada (organización de médicos) ¿para qué ser cristianos? ¿Para qué hace falta la Iglesia? Todo amor es bien acogido, todo bien hecho a los demás es digno de admiración; pero seguimos pensando que es necesario amar a los demás desde Dios, desde sus valores; seguimos pensando que es necesaria la gracia de Dios para no cansarse de amar desinteresadamente a los demás; seguimos pensando que es necesaria la fe para construir un mundo mejor, abierto a la otra vida.

 

Hoy en día, después de ese movimiento hacia lo social posterior al concilio, parece que el péndulo de la historia nos puede llevar al otro extremo: a una espiritualidad desencarnada; una tentación que siempre ha existido en la Iglesia, que podríamos denominar el síndrome de una fe espiritualista. Somos gente muy piadosa, que “consumimos” actos de piedad (Nótese que he dicho conscientemente “consumimos”, porque hay un consumismo religioso desconectado de la vida), que tenemos mucha fe, pero que no la traducimos en obras concretas. “No amemos de palabra ni de boca, si no con las obras y según verdad”, nos recordaba el apóstol San Juan. Una fe sin obras es una fe muerta.

 

Integremos pues el amor, la fe y la relación sacramental con Cristo. Son los ingredientes básicos para un buen cristianismo en nuestra sociedad actual.