XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 46-52: “Maestro, que pueda ver”.

Autor: Padre Pedro Crespo

 

 

La celebración de este domingo XXX del tiempo ordinario es una invitación a experimentar en nosotros mismos la salvación que Dios nos trae, como una cosa real y concreta, para que esa experiencia sea la que nos estimule en el seguimiento de Jesucristo. La primera lectura, del profeta Jeremías, dice que “El Señor ha salvado a su pueblo”, afirmación que se hace porque el reino del norte de Israel ha conseguido volver del destierro; esta afirmación está potenciada con el salmo responsorial que cuenta la experiencia del reino de Judá desterrado en Babilonia y como vuelven cantando. Una cosa es la salvación que Cristo nos trae, la liberación real de todos los males (la enfermedad, la muerte, la esclavitud, la ceguera...) y otra cosa es las expresiones que el pueblo encuentra para decir esa salvación: la vuelta del destierro, la curación de la ceguera...

 

Por eso el milagro del evangelio, la curación del ciego Bartimeo, habrá que interpretarla necesariamente en este contexto, no sólo como un milagro físico, sino como una intencionalidad: Jesús nos quiere curar de todo lo que nos impide abrirnos a su mensaje y seguirle. Este texto breve del evangelio nos presenta todo un proceso de lo que puede ser la fe en una persona concreta.

 

La situación inicial del ciego está expresada con estas imágenes: “Sentado, al borde del camino, pidiendo limosna”. Indican una situación de marginación y exclusión y cierta pasividad. Lo único especial es que el ciego conoce su situación y quiere salir de ella, por lo que suplica: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Esta situación inicial del ciego quizá no tiene en nosotros un correlativo exacto, pues nosotros hemos conocido de siempre a Dios. Pero quiere expresar que el ser humano sin Dios es un ser que está al margen de la vida auténtica. ¡Qué necesitado está nuestro mundo de que todos los hombres reconozcamos que Dios, que pasa a nuestro lado, tenga compasión de nosotros!, ¡Qué ciego está el mundo sin Dios! ¿Cómo reconocerá su ceguera?

 

Planteada esta situación inicial, conocida la realidad de nuestro mundo, viene otro momento importante del proceso de la fe: los intermediarios. Normalmente todos debemos nuestra fe al ejemplo de alguna persona, a la educación de alguien... En el pasaje del evangelio los intermediarios entre Jesús y el ciego tienen una doble actitud. Por un lado, le regañaban para que no molestase a Jesús; por toro lado, le dicen: “Ánimo, levántate que te llama”. Todos nosotros podemos ser intermediarios en el proceso de la fe de nuestros cercanos. Y podemos ser un obstáculo o una ayuda. Ahí queda esa llamada de atención para que no seamos un impedimento para nadie en su fe. Pero el papel del intermediario es mediar y desaparecer, porque después viene lo que es realmente importante en el proceso de la fe: la relación personal con Jesús.

Hay un cambio de actitud del ciego cuando llega el momento culminante del pasaje: da un salto, deja el manto y se acerca a Jesús. “¿Qué quieres que haga por ti? Maestro que pueda ver. Tu fe te ha curado”. Lo importante es que el ciego y Jesús tienen un encuentro personal en el que el ciego expresa lo que desea y Jesús le libera del mal que le aflige. En el proceso de la fe, lo decisivo es el encuentro personal con Jesús. ¿Cómo se puede ser cristiano sociológico, por la fuerza de la costumbre o ciertas tradiciones, sin experimentar esta relación personal con Dios en la oración y en los sacramentos? Clave, también, en esta relación con Dios es la liberación que el ciego experimenta.

 

Después del encuentro, viene el seguimiento: “Y lo seguía por el camino”. Si uno de verdad se ha encontrado con Dios, su vida se transforma; comienza a seguir a Jesús; es decir a identificarse con su mensaje, con sus valores, con su modo de entender la vida y su modo de vivirla. ¡Cuántos cristianos, bautizados, no han llegado a este nivel en le proceso de su fe!

 

Podríamos resumir diciendo que el seguimiento de Jesús tiene un proceso y que un momento importante de este proceso es la relación personal con Jesús, en la que uno tiene que experimentar cómo Dios le cura de sus pecados, de su ceguera, le libera.

 

El hecho de la curación del ciego, no sólo nos muestra un proceso en la fe de una persona, sino que manifiesta que el mal del que Jesús le quiere curar quizá no sea la ceguera, físicamente hablando, sino la ceguera espiritual. No olvidemos que el evangelista sitúa a Jesús camino de Jerusalén; ha anunciado tres veces su pasión, los apóstoles no le entienden; se ha encontrado con el joven rico, que no le quiere seguir y se ha encontrado con fariseos que quieren cogerle en sus propias palabras. No hay mayor ceguera que la obcecación, la cerrazón, la cabezonería, en lo que uno piensa acerca de Dios y de los demás. El evangelista denuncia la ceguera de los guías de Israel. También nosotros podemos estar ciegos en este sentido. Nuestro modo de concebir a Dios, a la Iglesia, puede ser un obstáculo para descubrir la novedad del mensaje del Evangelio. Por eso hacemos nuestra la petición del ciego: “Maestro, que pueda ver”.

 

Que seamos conscientes de que nuestra fe tiene un proceso, unas etapas. Que lleguemos al final de ese proceso, al seguimiento e imitación de Jesús.