Conmemoración de Todos los Files Difuntos
San Juan 4, 1-6: “Somos Hijos de Dios”

Autor: Padre Pedro Crespo 

 

Lecturas: Lm 3, 17-26. Sal 129. Rm 6, 3-9. Jn 14, 1-6

Estamos celebrando el día de los difuntos. Un día en el que se nos invita a recordar a nuestros seres queridos, que ya han muerto; para pedir por ellos a Dios. Es un día propicio para caer en la cuenta de nuestra condición humana mortal. Es una cuestión que no siempre tenemos presente y en cuenta. Vivimos como si no fuésemos a morir nunca. La conciencia de nuestra propia muerte nos tendría que llevar a vivir más intensamente la vida. No es “comamos y bebamos que mañana moriremos”, que dicen los que piensan que después de la muerte no hay nada, sino vive amando que el tiempo se acaba, porque sabemos que después de esta vida viene la vida eterna. 

Cuentan que en un convento de frailes, para tener más conciencia de que la muerte es una realidad que nos aguarda a todos, el saludo que se hacían era: “Hermano, morir habemos”, a lo que contestaba el otro: “Ya lo sabemos”. Otros para reflexionar sobre la fugacidad de la vida y la muerte ponían encima de la mesa de su escritorio una calavera humana, para recordarse siempre a lo que quedamos reducidos. De ahí el monólogo de Hamlet, con una calavera en la mano: “Ser o no ser. He ahí la cuestión”. Los que separa el ser del no ser es la vida. 

Reflexionaba yo sobre todo esto en una visita que hice al cementerio para ver unas lápidas de la parroquia, su estado y la posibilidad de enterrar a más gente en la misma. Nos informaba el encargado del cementerio que hay espacio para más personas y que el enterramiento que hay hecho se puede reducir; es decir, que Sanidad da permiso a los cinco años de haber hecho un enterramiento a reducirlo, a amontonar lo que queda del difunto en una caja más pequeña para que se pueda enterrar ahí a más gente. Todo lo que ha sido una persona, un ser querido, reducido a un montón de huesos, o, cuando los incineran, a un montón de cenizas. Ciertamente, no somos nada. 

Nos somos nada y a la nada seremos reducidos. ¿Dónde se queda la soberbia humana, las grandes pretensiones de ser más que los demás, de tener más que los demás, de aparentar más que los demás? ¿Dónde se queda la ira y la violencia de cuando contradicen nuestra voluntad, ese genio y esas malas palabras? ¿Dónde queda la lujuria, el afán desmedido por experimentar placeres, que tantas veces nos hace perder la cabeza y el sentido común? ¿Dónde queda la gula, la preocupación continua por lo que vamos a comer y comer más de lo que necesitamos? ¿Dónde queda la avaricia, el deseo irrefrenable de poseer, la codicia, el apetito insaciable de tener más? ¿Dónde queda la pereza, la desgana, la apatía, la dejadez de todas las cosas? ¿Dónde que la envidia, esa necesidad de hacer mal a las personas a las que vemos que las cosas les van mejor que a nosotros y que tantas veces nos ha complicado la vida a nosotros y a hecho que se la compliquemos a los demás? ¿Dónde queda el pecado del hombre? ¿Merece la pena vivir así para luego no ser nada, nada más que un montón de huesos o unas cenizas?

¿Dónde quedan las pasiones que hemos tenido, nuestra inteligencia, todo lo que sabíamos, nuestra voluntad, que no dábamos a torcer? En estos días uno contempla el cementerio, las lápidas de los seres queridos y no deja de preguntarse: ¿Tanto para luego esto? Quedamos reducidos a algunos recuerdos en los seres queridos, unas fotografías, y a las obras que cada uno haya hecho. 

Ciertamente no somos nada y nos veremos reducidos a nada. Esta verdad nos tendría que hacer más humildes y más humanos. Pero quiero señalar otra verdad importante que uno descubre en estas meditaciones, en estos días. Ciertamente no tenemos nada que nos pueda ensoberbecer, pero somos algo más que lo que vemos reducido a cenizas: SOMOS HIJOS DE DIOS. Es cierto que tenemos una parte corruptible, el cuerpo; pero tenemos otra inmortal, el alma; hemos sido elevados a ser Hijos de Dios por medio del sacramento del Bautismo. Esta realidad se convierte en lo más fundamental de la vida. Estamos destinados, no a fundirnos con la madre tierra, sino a vivir eternamente en el cielo con Dios, nuestro Padre. Esta existencia, después de esta vida, está garantizada por el triunfo de Jesús sobre la muerte. Podemos acceder a ella, en gran medida, por la forma de vivir nuestro tiempo y

nuestra vida, por nuestras obras, por nuestro amor. Esto es lo que sobrevive a lo corruptible de nuestro cuerpo.

 Al recordar a nuestros seres queridos, estas son las reflexiones que quería considerar: No somos nada y sólo somos Hijos de Dios; después de esta vida, nos espera la vida eterna. Estas verdades tendrían que hacernos vivir de un modo más humano y más cristiano. Vivamos como lo que somos: Hijos de Dios, no como lo que no somos: nada.