V Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Juan 8,1-11:
Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra...

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

La frase ha pasado ya al lenguaje popular, desconociendo muchos su origen. Os advierto que a Jesús no le gustaba demasiado permanecer en el Templo. Nunca demostró simpatía por él. Cuando le tocó entrar en el recinto, lo hizo. Unas veces piadosamente, otras purificando con energía aquel espacio sagrado, que sus contemporáneos habían convertido en cueva de bandidos, según Él mismo sentenció. Quiero recordaros, mis queridos jóvenes lectores, que el de Jerusalén, era una inmensa explanada, rodeada por soportales, que los traductores llaman atrios y que servían para cobijarse, protegiéndose de las inclemencias, y reunirse alrededor de un rabino, los que querían aprender o profundizar en el conocimiento de la Ley. En el centro de esta enorme terraza, limitada por una balaustrada, se levantaba el Santuario, lugar reservado a los judíos. Ningún gentil podía franquear esta barrera. (Se conserva en Estambul una lapida con una inscripción que advierte que el que se adentre sin ser fiel, se juega la vida). Se trataba de unos edificios adosados, con sus plazoletas, que precedían al lugar sagrado, el recinto vacio, donde habitaba el Dios espiritual, Señor de Israel. En los espacios circundantes, fuera de la baranda, es donde se asentaban los cambistas, los vendedores de animales, aptos para ofrecerlos en sacrificio. Era lugar muy apropiado para la convivencia ciudadana. Por uno de estos ámbitos muy concurridos, sería donde encontraron al Maestro, los que buscaban su perdición. Gente distinguida era la que le llevaron a una mujer hallada adulterando y se la presentaron a Jesús. Se trataba de descubrir si era correcto intérprete de la Ley, pero falto de sensibilidad humanitaria. O, contrariamente, condescendiente bondadoso, pero transgresor de los preceptos de Moisés. Jesús no tenía escapatoria.

 

 

 

 

Aparentemente, al menos. Hay que advertir que una esposa, en aquellos tiempos, su única ocasión de pecado, su única tentación, era esta profanación del matrimonio. Ciertamente que era un pecado contra el sexto precepto de la Ley, pero esto no importaba demasiado a esta gente, lo que les indignaba es que un ser tenido por inferior, la mujer, se atreviera a traicionar a su marido, al que le debía total sumisión. Se consideraba tan grave el delito, que los desobedientes, ella y él, se hacían merecedores de la muerte por lapidación pública y popular. Aunque a decir verdad, el varón tenía múltiples escapatorias. En la práctica, los maridos podían repudiar a la mujer, abandonarla al ostracismo, era menos cruel y más cómodo. Y esperar impunemente otra ocasión.


Jesús escucha y entiende la trampa que le han puesto, pero no pierde la calma ni el humor. Se agacha y escribe en el suelo. No adivinan los comentaristas el significado de este comportamiento. Seguramente sería un gesto de desdeño. Como el del que en vez de contestar a una pregunta estúpida, enciende su pipa y con parsimonia, antes de pronunciar una palabra, va fumando. Es una manera de enervar al respetable, sin aparentemente hacerle daño.


Adivinan ellos por donde va la cosa. Sentencia el Señor, cual sabio mediador, que quien esté libre de culpa, empiece de inmediato a lapidar. Y con flema sigue garabateando, sin siquiera mirar a los denunciantes, que, prudentemente “hacen mutis por el foro” como dicen los guiones teatrales, cuando el personaje debe desaparecer de escena de inmediato.


A nuestro Maestro no le ha faltado la peculiar sagacidad semítica, pero no olvida a la mujer. Podía haberla ignorado y dejada abandonada, para desprecio del populacho. No hubiera por ello dejado de obrar bien. Pero no era este su estilo. Sin prepotencia, le pregunta por los que hasta allí la han conducido, los que ya la tenían previamente condenada. Han desaparecido, le contesta. Nadie se ha atrevido a condenarla. Él tampoco lo hará, es hombre bondadoso. Pero como es bastante más, ha querido escuchar su voz, antes de despedirla y darle ánimos para el futuro, añade: en adelante no peques más.


¿Aprobaba el adulterio? Ciertamente que no. ¿Abandonaba a su suerte a la mujer que, por serlo, poco pintaba en aquella sociedad? Tampoco. Hablar públicamente con ella, por pocas palabras que le dirigiera, suponía un riesgo, máxime tratándose del lugar donde sucedía la escena, pero lo acepta.


Ni vosotros, mis queridos jóvenes lectores, ni yo mismo, somos adúlteros. Pero el no serlo no nos excusa de examinar nuestro comportamiento. La adultera buscó seguramente una aventura placentera, apetecible, aunque ilegítima. ¿no es semejante nuestro obrar, cuando nos entregamos al deleite abusivo: sea en comida, bebida, fiestas injustas por sus lujos, dinero malgastado, aduciendo que por ser nuestro, uno puede hacer con él lo que quiera? ¿No es semejante nuestra desidia, olvidando la ayuda que debemos prestar, los deberes respecto a nuestra familia o amigos? ¿Nos resulta fácil acusar a los demás de sus delitos, olvidando, o queriendo ignorar, los nuestros?


Es preciso presentar nuestra realidad ante el Señor, ser nosotros mismos los que nos acusemos, para que sea Él el que nos perdone y nos dé ánimos.