Jueves Santo en la Cena del Señor.
San Juan 13, 1-15

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Nos reunimos en la casa de una familia amiga. Nos cedieron la habitación superior, aquella que todo judío que se precie, guarda y ofrece al amigo que viene de fuera. El cuarto de huéspedes, dicho de otra manera. El Maestro decía y repetía que íbamos a celebrar la Pascua, pero nosotros no entendíamos nada de nada. Desde los inicios de nuestra estirpe, el cordero era imprescindible en la celebración de esta fiesta y nosotros no habíamos traído ninguno. A Él esto le era indiferente. Alguna ocurrencia gorda bailaba en su interior. No íbamos a pasar hambre, pues algunos compañeros habían traído por lo menos pan y vino. El amo de la casa nos subió gozoso algunos manjares. Llegó un momento que se hizo entre nosotros un tenso silencio. No temíamos, pero estábamos convencidos de que alguna cosa importante iba a suceder. El Maestro no quería desvelarnos el misterio todavía. Lo traído estaba en la mesa.


Primera sorpresa, el Señor toma una jofaina y un trozo de tela y se acerca al que está su lado, le pide que se descalce y el otro sorprendido, accede sin rechistar, y el siguiente y el de más allá hacen lo mismo. A cada uno les lava los pies. Quedan pocos, uno de ellos es Pedro, se niega. No puede soportar ver al Maestro oficiando servicio de esclavo o del más ínfimo criado de una estancia rica. Jesús no se enoja por su gesto, pero severamente le advierte que no consentir le alejará de Él, entonces, aunque nada, ni él ni nosotros, se haya entendido, permite que le lave y se presta a ser aseado todo el cuerpo, si conviene. El Señor le advierte que no es necesario, que con aquel simbólico hacer, es suficiente. Respiramos satisfechos y acaba con los que faltaban.
Estábamos sentados, reclinados más bien en cojines, cuando Él nos mira a todos fijamente y nos dice emocionado: os preguntabais qué hacíamos reunidos en este día sin un cordero degollado y asado. Ahora os voy a descubrir un secreto que hace tiempo os tenía reservado. No hace falta ni cordero, ni cabrito, porque la víctima pascual es este pan que tengo en mis manos, que, aunque os extrañe, es mi mismo cuerpo, tomad, pues, y comedlo. En vuestras entrañas será alimento espiritual. Y la sangre que rocía los dinteles, tampoco es necesaria. Este vino es mi sangre, pronto sabréis que la voy a derramar para que sea salvación. Bebedla sin escrúpulos y aunque no lo entendáis. Es suficiente que confiéis en mí. Llegará el día que en mi nombre continuaréis haciéndolo.
¿Quién se iba a atrever a llevarle la contraria? Lo hicimos y en nuestras miradas se notaba que algo trasformaba nuestro interior, pero nadie se atrevió a decirle nada.


El Maestro emocionado se puso a hablar. Hora se dirigía a su Padre, hora a nosotros. En otro documento he recogido el contenido. A decir verdad entendíamos muy poco el significado de su discurso pero a todos nos contagió su emoción y estábamos convencidos de que algo muy importante había cambiado. Él decía que era la Nueva Pascua. Si lo decía Él, debía ser verdad, Él siempre tiene razón.


Cantamos los himnos que tocaban y nos fuimos a un lugar que todos conocíamos. Allí, en Getsemaní, todo cambió, nunca había visto al Maestro de aquella manera. Os lo debo explicar en otro momento, ahora anoto que sufrió lo indecible, que, estúpidos de nosotros, nos dormíamos, que llegó un pelotón de uniformados y lacayos, y se lo llevaron.


Jesús había perdido la libertad. Aunque de poco le sirviera, también perdió nuestra compañía. Lo encerraron en una prisión. Era un simple y grande hueco en la montaña, bajo el palacio de los jefes, cerrada la embocadura por una verja. Estaba solo, a oscuras, solo, vuelvo a repetirlo. Había añorado la compañía de su Padre, y ahora parecía que lo tenía abandonado. Nosotros esto no lo entendíamos, pero a Él, la unión con su Padre le era indispensable y ahora no lo sentía a su lado.
Anás y Caifás se confabulaban en sus ricas estancias. Quisieron que los soldados los dejaran solos a ellos dos. Hablaban y hablaban. Abajo en la mazmorra temblaba y sollozaba Él. Ni ellos ni el Señor tenían sueño, frio sí que Él tenía mucho, y tiritaba, pero al final todos dormitaron. No se que soñarían los de arriba, ni tampoco Jesús. Pero se dice que el hambriento en sus delirios, sueña comida, Él, con seguridad, soñaría libertad y ser amado, nunca como entonces había sentido la necesidad de dejarse querer y a nadie tenía junto a sí que le abrazara.


Convocaron al Sanedrín y allí le condujeron. Nunca uno se siente tan solo, como cuando esta rodeado de una multitud de enemigos. Discutir y discutir, ese era su macabro juego. Decidieron implicar a otras autoridades. Fue conducido ante el sanguinario gobernador romano, este al reyezuelo Herodes, quien para mayor escarnio le vistió de loco…


Sólo, hambriento, todo su cuerpo dolorido por la tortura. El sueño no le venía, hubiera sido una especie de anestesia pasajera, pero su ausencia sensibilizaba su piel. En un determinado momento del proceso al que le tenían sometido, nos miró. Fue angustia lo que inundaba sus ojos o reproche, no lo sé. No soy capaz de continuar… Proseguiré otro rato…


***** Mis queridos jóvenes lectores, esta noche del paso del seis al siete de abril del 2010, no es digno que la pasemos frívolamente. Sería profanarla si nos dedicásemos a divertirnos. Os propongo que salgáis, si podéis, al aire libre. Pero también os puede servir un rincón silencioso de una iglesia o cerrar los ojos en cualquier sitio, estirados en el suelo o acurrucados, os propongo que vayáis tratando de contemplar, meditando intensamente. Que sintáis un poco de frío, que os quedéis solos, os ayudará. La oración nos libra del espacio y del tiempo, en que nuestra vida transcurre aprisionada. No es preciso que gocemos de éxtasis, tampoco podemos pretenderlo, es suficiente la imaginación y un sincero deseo de conseguir una unión espiritual. Quedamente, dile al Señor: quisiera estar junto a ti. Se que todo esto, por mí lo soportaste, te prometo que lo que te ocurre, no me deja indiferente y que quiero cambiar… Ya que no puedo llevarte ni un vaso de agua, ni siquiera un bocadillo, de ahora en adelante viéndote a ti en los necesitados, satisfaré el hambre y la sed de quienes me encuentre. No dejaré perder ni una sola de agua del grifo, pensando que tú en la mazmorra tanto ansiabas poder mojar tus labios y nadie se acordaba de tu sed, recordaré que dijiste que tu estás presente en mis contemporáneos pobres, así pues, no tiraré nunca comida, recordando que nadie te llevó alimento a la cárcel, pero, pensando en que si alguien recibe hoy mi ayuda, como estás, según nos dijiste, entre los pobres, te sentirás un poco de aliviado por mi gesto.