Viernes Santo de la Pasión del Señor.
San Juan 18, 1-19, 42

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Segundo encuentro del Señor con el gobernador. Es un secreto a voces que se trata de un hombre perverso, tan cruel, como miedoso. Vive con el temor de que un desliz o una equivocación, puedan ser la causa de que le llamen a Roma y pierda así su cargo y su rango. No admite consejos de nadie. En este caso, en el proceso que le han incoado al Maestro, hasta ha intervenido privadamente, pero con contundencia su esposa, pero, aun viniendo de ella, no le ha hecho ningún caso.


Vuelve a encontrarse con este reo que tanto le molesta. Roma lo tiene todo muy bien establecido, es un pueblo de estrictas normas, severas y precisas. Pero este Galileo le saca de quicio, no encaja en ninguna ley que le permita c

ondenarlo y, si fuera el caso, de que lo perdonara y lo soltara en libertad, le causaría seguramente a él un daño personal impredecible, es lo que piensa. Esta vez, por fin, le acusan de algo a lo que puede atenerse. Le han dicho que no respeta la autoridad del Cesar, pues si es así, que lo azoten. Para los soldados romanos hacerlo es una rutina. Su estatus les ha privado de sensibilidad humanitaria. Azotan a un hombre, como hierran un caballo o afilan una espada. Ni se fijan en quien es, ni oyen sus lamentos. Lo hacen, hasta que el que manda dice basta. Pilatos concluida la tortura les ordena que lo muestren al pueblo. No es cosa a la que estén acostumbrados y peligra que les manche el uniforme, tomarán precauciones. El populacho no tiene suficiente. El gobernador, harto ya, da la orden de que sea crucificado. En el calabozo tienen a dos más y aprovecha esta sentencia para que también acaben con ellos. Han buscado, y por fin encontrado en un rincón de la fortaleza, los tres troncos, son de unos dos metros, pesan bastante. Les cargan a cada uno el suyo, les dicen con sorna que vayan preparándose, que les clavarán los brazos a ellos. Los otros dos lo hacen sin rechistar, ya lo esperaban y saben que la orden es inapelable, de manera que negarse lo único que les ocasionaría sería añadir una paliza. Si les toca morir que al menos no les torturen. Nadie los conoce y no sienten vergüenza de que los vea el populacho, solo temor, pánico a la cercana muerte. Ya esperaban que llegara este momento. Pero ahora más vale no pensar, lo que sea sonará. El caso de Jesús es diferente. Ha sido azotado y no saben si a consecuencia del suplicio, podrá llegar vivo al lugar asignado. Si se muriera por el camino, a ellos les castigarían. La ayuda del ciudadano de Cirene no es compasión. Son precauciones que ellos se toman.


Llegan al lugar de ejecución, que ya conocen de sobras, todo el mundo un día u otro pasa por allí y ve a algún crucificado retorciéndose de dolor. Es la manera de que escarmienten, piensan los romanos. Pero hoy debían acabar pronto, esas enigmáticas celebraciones de la Pascua, les exigen ejecutar el trabajo rápidamente. Saben de sobras su cometido, no es la primera vez. Ya ni se preocupan de enterarse de quien se trata. La gente observa con curiosidad. Los gritos de los reos son objeto de mofa, bien lo saben y hasta a veces para satisfacer a la chusma, aumentan su labor con algún que otro detalle. Su única preocupación es que los reos se dejen crucificar, sin oponer demasiada resistencia. Hay que desnudarles y conviene hacerlo sin que se rasguen los vestidos, es de lo único que se aprovecharán, las normas se lo permiten. No dejan acercarse a nadie, crucificar es una tarea concienzuda y nadie les debe molestar. Yo veía al Señor retorcerse de dolor. Como soy joven, he podido colarme. Hubiera deseado que el Maestro me viera, pero temía herir su sensibilidad. Había sido generoso toda la vida, lo había dado todo a los demás, había curado y alimentado gratis a las multitudes. Ahora desnudo e inmovilizadas sus muñecas por aquellos clavos que las traspasaban, no podía hacer nada. Se oían los gritos de los otros y el gentío reía al escucharlos. Al Señor nadie oyó una queja. Me he dado cuenta de que cerca estaba su Madre y las otras mujeres que nos venido acompañando siempre. Han sido más valientes que nosotros. Él no podía todavía verlas, echado como lo tenían en el suelo. Han comprobado que el palo vertical estaba firmemente clavado en el suelo y que resistiría el peso, le han levantado hasta tener sus pies a la altura de sus ojos. No ha gritado. Tal vez ni tenía fuerzas. Rectico, las tenía, pues ha dicho algo. Jesús ha mirado a las mujeres, ellas también, pero, avergonzadas al verle como estaba, han desviado la vista. Pero no, debían mirarle. Era mejor que se sintiese acompañado, a la vergüenza que pudiera sentir. Al fin y al cabo, eran miradas de ternura, de aquellas que alivian. Como pronunciaba palabras que la multitud no les permitía escuchar, me han hecho señas para que tratase de entenderlas. En otro lugar las tengo anotadas. Me ha costado saber con precisión qué decía, pero estoy seguro de lo que ha dicho. De lo que a mí me ha dicho me acuerdo muy bien y del encargo que a su Madre le ha dado también… Lloraba ella, pero ha querido permanecer de pie, para darle entereza. Las compañeras han estado todo el rato a su lado. El Señor era consciente del momento.Las frases que ha dicho las pronunciaba convencido. Ha muerto, no creía que llegara tan rápidamente su hora. Todo me daba vueltas, se me oscurecía la vista y flaqueaban mis piernas.


Después ha venido vuestra intervención, mis respetados señores. Ya os lo he contado todo. He visto que ante vuestro fracaso, víctimas del destino que no os ha permitido defenderle ante el tribunal, como lo teníais previsto, habéis querido al menos darle digna sepultura. De esta labor no anoto nada, sabéis mejor que yo lo que habéis hecho. Con rapidez, que el día declinaba. No tengo fuerzas para continuar…


***** Hasta aquí el relato, mis queridos jóvenes lectores. Al oscurecer hoy, día dos de abril de 2010, os toca recluiros. Tal vez os ayude tener algún Crucifijo, o una simple cruz hecha con dos maderas. Si conseguís unos clavos grandes los podéis apretar en vuestros puños. Ya sabéis lo que pasó aquel día en el Calvario y lo que se consumó en el sepulcro cercano, a escasos 80 metros. Allí fue enterrado. Lo ocurrido tenía trascendencia para cada uno de nosotros. Murió cargado con nuestros pecados, sepulto consigo nuestras ofensas. Examinaos con severidad y escoged aquellos de vuestros pecados que deseáis que este año sean sepultados con Él, definitivamente. La muerte de Jesús exige nuestra total conversión, pero hemos de ser modestos y contentarnos con que alguna cosa, alguna decisión, algún propósito, cambie el rumbo de nuestras vidas. Tomad un papel y escribid vuestra conclusión. Como va a acompañar místicamente a Cristo, impregnadlo de perfume o, si podéis, que envuelva unos granos de incienso o un bastoncito de sándalo, que conseguiréis con facilidad. Prenderle fuego y mirad como sube el humo. El pecado escrito desaparece, el perfume primero sube hacia el cielo, luego se esparce y goza uno de su aroma. Muerto el Señor de la Vida, muerto el pecado, queda el gozo. El Santo entierro, María lo intuía, no acabaría en podredumbre del Cuerpo. Podéis ir a dormir esperanzados. Si queréis ser fieles a la tradición, practicad un riguroso ayuno.