II Domingo de Pascua o de La Divina Misericordia. Ciclo C.
San Juan 20, 19-31:
Lejanía o compartir

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Cristo resucitó decimos, más apropiado sería decir: Cristo existe resucitado. No se trata de un fenómeno pasado, de un hecho a anotar en la agenda de recuerdos. Cristo, vuelvo a repetir, es una Persona resucitada. No es que haya revivido, como fue el caso del hijo de la viuda de Naín o del mismo Lázaro, amigo del Señor. Ellos revivieron y un tiempo después, volvieron a morir y esta vez definitivamente. Resucitar tampoco no es creer que uno puede reencarnarse, es muchísimo mejor.


No seré yo, mis queridos jóvenes lectores, quien pretenda explicaros qué es la resurrección de Cristo, que de saber hacerlo, dejaría de ser un misterio. Ya os he dicho otras veces, que ser consciente del misterio, es una de las características del hombre. Es una de las cosas que nos diferencian de los animales, aspecto muy importante hoy en día, que tanto nos aseguran que nuestro ADN se asemeja al de ciertos mamíferos. Aceptar el misterio, ayuda a no perder el sentido de nuestra identidad humana. Como ni animales ni plantas tienen constancia de ello, viven más tranquilos, empequeñecidos, esclavos de la biología. La grandeza del hombre no hay que buscarla en que supere la velocidad del guepardo, el olfato de un perro o la capacidad de vuelo de un cóndor. Su grandeza reside en este otro plano.


¡Cuantas disquisiciones, que tal vez os han aburrido, para deciros una cosa tan simple como que Jesús resucitado quiere ser amigo nuestro, quiere conferirnos algunos de sus poderes y quiere compartir con nosotros!.


Nadie tiene la partida de nacimiento, ni la de defunción del Señor, ni un acta notarial de haber asistido a su resurrección. ¡ni falta que nos hace! Si Jesús resucitado existiera arrinconado en el Cielo, adormecido, alejado de nuestra vida, sería un triste ausente compañero. Y nosotros lo que queremos es tener un amigo que nos entienda, que nos ayude y que sea nuestro fiel confidente.


El fragmento del evangelio que leemos este domingo nos envía dos mensajes. Las dos apariciones fueron gozosas, hasta con un cierto humor irónico la segunda. La presencia del Señor siempre nos alegra. Pero el Maestro no quiere que ellos, los Apóstoles, y nosotros los cristianos estén y estemos, enterados de que ha resucitado, nos es necesaria una experiencia sensorial. Nosotros mismos no tenemos suficiente con saber que alguien importante, por quien nos interesamos, vive en un determinado domicilio, deseamos conocerle, verle, contemplar su mirada, escuchar sus palabras con la cadencia de su acento, darle la mano o abrazarle, recibir un regalo, aunque tal vez sea un sueño pensarlo. Jesús es mas listo de lo que pensamos. Conoce bien como somos, porque Él mismo es hombre de verdad. Comparados con Él, nosotros somos pura bisutería. Así que les enseña las señales de su crucifixión, las cicatrices, e inmediatamente vino el regalo: les infundió el Espíritu Santo. Fue algo así como la metáfora que cuenta el Génesis diciendo que Dios había soplado en el muñeco de barro que había amasado previamente y que desde que el aliento se introdujo en su interior, empezó a ser un viviente. Aquí no se trata de un regalo simbólico, es un don auténtico. Y por mucho que parezca enorme, el Señor no lo considera suficiente y ¡ala, más todavía! Les faculta para perdonar los pecados, que es mucho más que dar vista a un ciego, enderezar a una cheposa o curar a un paralítico.


¿Estamos convencidos que el pecado tiene una gran importancia negativa? Será cosa de pensarlo seriamente, mis queridos jóvenes lectores.


Faltaba Tomás. ¡Siempre hay gente que llega tarde y que para colmo son desconfiados! Pero a veces los retrasos tienen consecuencias buenas y este es el caso de la segunda aparición del Señor que se nos cuenta en la segunda parte del evangelio de hoy. Que se le acerque, que toque los agujeros, que meta el puño en el boquete, es el ruego que le hace. El Apóstol-científico tiene suficiente y no precisa experimentos. El Señor se dirige a él con ironía y adelanta un don para nosotros. Añade una bienaventuranza a las que había anunciado en Galilea: felices nosotros los que creemos en Él, sin haberle visto. Pues chicos y chicas, a saltar y bailar, que somos los más afortunados del mundo.