XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 7, 36-8, 3:
Ternura y severidad

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Cuando bajo del monte Tabor, camino de la llanura de Esdrelón, no dejo nunca de mirar hacia el sur, hacia un rincón donde se levanta Naín, la población donde los autores sitúan el episodio  que relata el evangelio de hoy. La primera vez que la visité, en 1972, era un pueblecito, donde no era difícil tropezar con la iglesia franciscana, que en la actualidad ha quedado ahogada entre recientes edificaciones. No os puedo decir, mis queridos jóvenes lectores, cuantos habitantes puede tener ahora y si os enseñara las fotografías de mi archivo, no os servirían para imaginar la escena que nos cuenta Lucas este domingo.


Imaginaos que la estancia donde ocurre la escena está en la planta baja, a ras del suelo, con fáciles entradas desde el exterior. La gente entonces, como todavía hoy  uno puede comprobar, entran y salen, sin justificar porque lo hace. Unos hablan y discuten, otros observan. A nosotros nos cuesta entender este proceder, pues somos una cultura en la que la propiedad privada y una cierta intimidad nos son fundamentales. La casa es guarida familiar y se debe dificultar la entrada de extraños. Pero, os lo vuelvo a repetir, ni era, ni aun es así, en algunos sitios de aquellas benditas tierras. El dueño es inconfundible, ocupa el lugar central de la pared más importante. La esposa, si es que está presente, ocupa un sitio discreto, vigilando que es lo que pueden necesitar los invitados. Los hijos entran y salen, juegan, comen o enredan, dependiendo de la edad. Las hijas solo aparecen discretamente y cuando es preciso, para ofrecer una bebida o un manjar. Como no hay nada que robar, nadie toma precauciones.


Por lo que nos cuenta el evangelio, el propietario del edificio era un vecino importante. Al señalar que era un fariseo, de alguna manera nos está diciendo que era un hombre de una cierta cultura, de algunas inquietudes, por lo menos. Pero no debe uno imaginar que las conversaciones de los comensales estuvieran centradas en asuntos importantes. Los silencios, las miradas perdidas, los comentarios nimios, abundan, cosa que nos desconcierta a los  occidentales, preocupados de indagar y descubrir, aunque sean vulgares habladurías.
He hecho esta presentación para que entendáis que nadie le solicitaría el ticket de entrada a aquella mujer, protagonista del relato y que sería conocida de todos los del lugar.


La cultura hebrea no es sensual. Hoy diríamos que le falta morbo. Es, eso sí, sexual, que no es lo mismo. Todo el mundo sabía qué era y para que servía, una prostituta. La vida social la marginaba, pero las apetencias de los insatisfechos, permitían su mantenimiento. Vivía allí, respondiendo a unas circunstancias. Aceptaba el desprecio del vecindario, como su fatal realidad personal. Nadie se fijaba en ella, nadie la miraba, excepto cuando era objeto de deseo. Vivía apartada de la vida social, a veces pasaba su jornada en los cruces de caminos, esperando ser solicitada. En el presente caso, había entrado y nadie la expulsaría, pero su compañía evidentemente, les  resultaría incómoda.


El relato dice que llevaba consigo un frasco de alabastro con perfume. He visto algunos recipientes de estos, encontrados por aquellas tierras y de aquellos tiempos. No son precisamente de alabastro, aunque así se los llamase, pero sí de bello diseño y buena calidad. El perfume, mucho más que en nuestros tiempos, era un preciado obsequio. ¡quien sabe de donde lo habría sacado ella esta vez! Pero era suyo y al enterarse de que aquel maestro bueno y renombrado estaba de visita en la villa, no dudo en acercarse a Él para ofrecerle este regalo. No fue a pedirle un autógrafo o un recuerdo, como ahora se estila. Sabía que es mucho más importante dar que recibir. Dar un perfume, dar un beso, limpiar unos pies sudorosos, regándolos con sus lágrimas y secándolos con su cabellera, eso es lo que se atrevió a hacer. Esta mujer carente de cultura y de prestigio, albergaba en su interior una gran riqueza espiritual. Creía en el Señor, aunque lo conociera poco. Le ofrecía un perfume, sin saber si lo necesitaba. En una palabra: amaba generosamente.
Su presencia resultaba incómoda debido a la profesión que ejercía, pero el Maestro que miraba el interior de las personas, se asombra de su delicadeza y se siente obligado a señalar su calidad espiritual. Ha amado mucho, se le perdona todo. Ha esperado el perdón y goza del Amor.


El Señor se atreve además a condenar la falta de delicadeza de su anfitrión, hoy diríamos que es un maleducado. Ahora bien, por encima de normas sociales, el Maestro es un hombre íntegro, de aquí que se atreva a  ser audaz.


Nada sabemos de lo que hizo posteriormente esta buena mujer. Algunos quisieron confundirla con la Magdalena, craso error. De lo que estamos seguros es de que Jesús no olvidaría su gesto y también un día, como el buen ladrón, escucharía palabras de ternura: ven conmigo ahora que no estamos en casa de un fariseo, entra en mi Reino y olvídate de los que con egoísmo te desearon y se aprovecharon de ti. Mereces otra vida, mi Padre no te la va a negar. Continua habiendo en nuestros días, personas a las que les preocupa más el obrar de acuerdo con unas normas burguesas, que la generosidad de sinceros sentimientos. Continúa en nuestros días siendo el veredicto el mismo: a quien ama mucho, se le perdona mucho y quien es perdonado, aumenta su amor.


Permitidme, mis queridos jóvenes lectores, que os cuente lo que me ocurrió un domingo acabada la celebración de la misa. Se me acercó una joven a decirme que quería ser cristiana, pues no estaba bautizada. No me conocía, únicamente había asistido a la Eucaristía. Como se hace en estos casos, le pregunté algunas generalidades: de donde era, qué edad tenía y a qué se dedicaba. Con brutal sinceridad, me dijo: hasta ahora, he sido prostituta. Quedé conmovido, el paisaje donde estaba se convirtió en Galilea, lloré de emoción, mientras volvía a casa. No sé qué se habrá hecho de ella, pero os aseguro que no pasa día que no la encomiende a Dios en mi oración nocturna. La presento imaginativamente, a la ternura del Rabino de Galilea. No me olvido de ella, deseando que sepa ella imitar el gesto amoroso de la de Naín.