XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 16, 19-31: El fiscalAutor: Padre Pedrojosé Ynaraja
Lo que os voy a contar, mis queridos jóvenes lectores, me sucedió hace más de cuarenta años, pero lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Iba yo en moto atravesando una de aquellas poblaciones industriales, famosa por sus fábricas de tejidos, era hacia el mediodía, salía por un enorme portal, un torrente de chicas ataviadas de vivos colores y con rostros sonrientes. Típica y preciosa imagen de las chicas de fábrica. Recreaba mi vista ante tanta alegría y belleza, cuando, por una bocacalle, apareció un hombre cheposo, vestido de andrajos y sucio. Me indignó aquel espantajo que ahogaba mi gozo. ¿Qué hacía allí aquel esperpento? Estaba emborronando mi preciosa visión. Fue una pregunta instantánea, que me respondí de inmediato. Era él, mi fiscal del día del Juicio. Sí, por si yo olvidaba mis deberes de solidaridad y, llegado el momento, el Señor me preguntaba porqué había ignorado a los mas necesitados y para que no le pudiese contestar que eran gente alejada, que vivía en otros continentes, con quien nunca había entrado en contacto y que enviar ayuda era empresa arriesgada, pues, con toda seguridad, mi aportación se perdería por los vericuetos de la burocracia, por si esto ocurría, y para que no pasase, tenía allí mismo, muy cerca de mí, un hombre pobre, mísero, victima de una injusta sociedad, tal vez del vicio, del infortunio familiar, pero pobre, sin duda. Como él, vivían cerca de mí muchos otros, aunque no hubiera querido darme cuenta. Como el de la parábola de hoy.
Afortunadamente, me desplazaba aquel día para encontrarme con juventud que
deseaba mejorar su vida y lo que os he contado me sirvió para acentuar aun más
de lo previsto mi recomendación de ser siempre solidarios, austeros y
responsables. Desde aquel día, por cualquier sitio que vaya, sea una ciudad de
mi tierra o un lugar que visito por interés cultural o importancia religiosa,
siempre aparece el fiscal que reclama mi atención. Tal vez sea un ciego, tal vez
un tullido, un deficiente o un discapacitado, cualquiera de estos “disfraces”
son la toga del exigente personaje, con el que un día toparé.
El evangelio del presente domingo nos refiere una parábola de Jesús que no es
lejana a lo que os he contado, mis queridos jóvenes lectores. Lo hace con
narración de gran colorido. Uno piensa en un guión cinematográfico.
Un ricachón anónimo, como cualquiera de nosotros, disfruta de su vida,
olvidándose de la de los demás, ignorando incluso a este pobre, al que el
Maestro le da un nombre concreto, se llama Lázaro, que malvive junto a él.
Obsérvese que el “guionista” ni siquiera ha puesto nombre al gran amo. Primera
secuencia.
Panorámica posterior, en gran angular: la realidad eterna. El objetivo se
desplaza de izquierda a derecha, detallando situaciones. Ahora el opulento se
consume, descubre al otro lado al que no había querido ver cuando disfrutaba
irresponsablemente. Le ve feliz, siente envidia, ambición. Quisiera al menos un
poco de agua, está que arde, se consume a fuego vivo, Esto le pasa a él, que se
había ahogado en bebidas y refrescos. Segunda secuencia.
Imaginemos que el film evangélico, que al principio lo veíamos en tonos
violentos de colores contrastados, se torna ahora blanco y negro. La descripción
de la parábola se convierte en película de fantasía. Las palabras y sentimientos
que expresa el hombre que había sido rico, no pueden coincidir con la realidad.
En una eternidad desdichada, anclada en el egoísmo, no puede haber buenos
sentimientos, pero como es pura imaginación, en pro de buenos propósitos, casi
todo le está permitido al guionista y mas tratándose de quien se trata.
El opíparo protagonista clama en su destierro y reclama cambio. Una voz en off
le recuerda que ya recibió gozo, mientras se olvidaba de Lázaro. En un exceso de
imaginación y en bien de las enseñanzas, se nos cuenta que se acuerda de su
familia y, prodigiosamente, en aquel lugar de odio y mal, piensa y pide ayuda
para ellos. Reclama mensajeros. La voz le recuerda que de siempre los han
tenido. Tal vez si les hablara alguien desde el otro mundo les harían caso.
Piensa en la tendencia innata a valorar lo espectacular. No, le recuerda la voz,
si no hacen caso a sus buenos maestros, ni a los duendes creerán…
Podéis ahora, mis queridos jóvenes lectores, volver a la experiencia que os
contaba al principio. No es que quisiera enmendar la plana al Señor, pienso que
seguramente ninguno de vosotros vive en un palacio de su propiedad, con
escalinata donde quepa un pobre acurrucado y que Jesús os contaría algo parecido
a lo que yo os he recordado.
En los pórticos de las grades catedrales, creo que casi en todos, aparece la
escena del Juicio Final. En los comentarios públicos que uno escucha cuando
alguien muere y se le tributa homenaje, se dice con frecuencia: tú siempre
vivirás en nuestro corazón, nunca te borrarás de nuestra memoria. Me gustaría
que ahora analizaseis el valor que estas expresiones puedan tener, que las
comparéis con las palabras del Maestro, que os fijéis y analicéis los relieves o
retablos de los que os hablaba. No es preciso que os comente más, os supongo
suficientemente listos para hacerlo por vuestra cuenta.