XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 18,1-8:
Rezar, Bueno ¿Y qué?

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Nos cuesta entender muchos de los episodios que nos narra el Antiguo Testamento. La sensibilidad de aquella gente, en aquellos tiempos, era diferente a la nuestra de ahora. No hay que olvidar que, poco a poco, el hombre va adquiriendo y dando nuevos valores a las cosas y a la vida propia y a la de los demás y va estructurando en su interior una escala de valores, cada vez más perfecta. Añádase que la existencia, y los medios para mantenerla, son muy diferentes ahora a como lo eran en la antigüedad. Rivalidades ha habido en todos los tiempos y, cuando las causas no son políticas o económicas, perdura la envidia y el egoísmo, hasta en terrenos tan triviales como los deportivos. No juzguemos con demasiada severidad a los antiguos, que para obtener derecho de paso provocan un conflicto, nosotros que por un simple problema de preferencias de espectáculo, somos capaces de destrozar mobiliario o hasta causar muertes. Por si no ha quedado claro, lo advierto ahora, estoy refiriéndome a las desgracias que de de cuando en cuando, ocurren en algunos estadios, con motivo de competiciones, incluso cuando al partido se le llame amistoso.


Desde que el hombre bajó del árbol y se dedicó a alguna cosa más que a alimentarse de la caza y de la fruta, desde que empezó a especializar sus costumbres laborales, aparecieron dos sistemas de vida antagónicos y complementarios a la vez, pero que rivalizaron: el beduino o dedicado al pastoreo y el campesino, agricultor o fellah. La condición del nómada parece que sea inferior, debe desplazarse cuando se agotan los pastos o peregrinar cuando se siente inclinado a habitar en otras tierras, no obstante, se siente un ser superior. Desprecia al labrador que se humilla y dobla su cuerpo, para arañar la tierra. Lo curioso del caso es que el pastor necesita comprar cazuelas de cerámica o de bronce e inversamente el otro precisa adquirir pieles y carne. He simplificado la cuestión, evidentemente.


Moisés y su pueblo era de ascendencia beduina, habían sudado la gota gorda en el campo, en Egipto y conocido la esclavitud que supone un trabajo agotador, en beneficio de otro, fabricando adobes. Estaban hartos de una vida que ignoraba su dignidad. Dios había acudido en su ayuda y ahora gozaban de libertad. El pueblo que se encuentran y dificulta su paso, es sedentario y, por lo que se cuenta, bandolero. No hay otra solución que la batalla. Es una guerra de liberación, que la emprenden convencidos de que entra en los planes de su Dios, de aquí que las armas deban complementarse con las súplicas. Moisés, el caudillo, el vidente, el elegido, considera que lo más importante para el éxito es la oración y se encarga personalmente de ello. Estoy seguro de que os costará entender esta mentalidad, mis queridos jóvenes lectores, pero es suficiente que aprendáis la enseñanza que se nos propone hoy.


Solo he pasado una vez por estas veredas, la única que tuve la fortuna de seguir la ruta del Éxodo. No están seguros los autores sobre el lugar de la batalla. Unos la ponen más al norte que otros. Os prometo que cuando uno va por allí, le parece que todas las agrestes montañas son iguales y le es fácil imaginar que una cualquiera de las que ve, es en la que Moisés estuvo intercediendo.


La enseñanza de Jesús es más fácil de entender. Hoy en día diríamos que se trataba de un “juez de paz” de los que hay en todas las pequeñas poblaciones, no de uno de carrera. Episodios de estos, ocurren en los pueblos con frecuencia y viejecitas obstinadas y hasta impertinentes también abundan, afortunadamente. Todos saben que cuando aquella buena mujer sale a defender a algún vecino injustamente tratado, nadie conseguirá que deje de insistir hasta que prevalezca la verdad. Y el juez, por holgazán que sea, debe dejar sus distracciones habituales, para atenderla. Pues así debe ser nuestro comportamiento: constante, intensivo, confiado. Aunque cueste.
Os puede parecer que rezar, mis queridos jóvenes lectores, es cosa sencilla y poco laboriosa. Para que entendáis lo de constante, intensivo y confiado, os pondré un ejemplo de una experiencia que he pasado recientemente, en un terreno muy distinto. Tenía yo una cámara fotográfica digital y un día, sin causa aparente, dejó de funcionar. Pero no del todo. Acudí a un competente profesional amigo. Sometió el aparatito a una sencilla prueba y comprobó que sus circuitos fundamentales estaban en perfecto estado. Había que descubrir donde se ocultaba la avería. Con toda seguridad sería poca cosa, pero era preciso encontrarla, se jugaba su honor de buen profesional. Miraba y comprobaba, apretaba y limpiaba contactos, hasta que descubrimos el fallo. Aunque estaba amortizado el precio, valía la pena el esfuerzo. Más que haber conseguido arreglarla, la satisfacción estaba en el éxito. (Hay técnicos que se limitan a informar que lo mejor es tirar el producto y, en todo caso, comprar otro, pueden ser comerciantes expertos pero no buenos operarios). La oración, a veces, deja agotado el ánimo, mucho más que después de un monótono trabajo manual y servil
El cristiano debe laborar con ahínco y saber hacerlo, y no huir de responsabilidades, pero también debe conocer sus limitaciones y humillarse y acudir confiadamente a Dios. Admiro a las hermanas del Cottolengo, muchas veces os lo he dicho, pero también me fascina la constante y fervorosa oración de una clarisa.


Pero el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, en el cual creemos, no es un dios pequeñito, como el que se esconde en una máquina automática, donde, después de introducir una moneda y apretar un botón, nos sale el producto de nuestro capricho. La enseñanza de hoy no es única. Se complementa con la experiencia del Señor en Getsemaní. Él pedía que pasara de largo el dolor y le fue otorgada la Resurrección. Y es que, en la oración cristiana, no está nunca ausente el misterio de Dios.