XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 18, 9-14: El pecado y los pecadosAutor: Padre Pedrojosé Ynaraja
NOs he descrito varias veces, mis queridos jóvenes lectores, como era el Templo de Jerusalén, pero no me canso de repetirlo, porque existen muchas confusiones. Se trataba de una gran extensión elevada, rodeada de unos soportales que servían, entre otras cosas, para dictar lo que hoy llamaríamos cursillos de doctorado o lecciones de master (no os riáis de mí, todavía no he asimilado el lenguaje del plan bolonia). El enorme espacio libre, estaba destinado a los cambistas y mercaderes, deambulaban por él cualquier clase de personas. Una balaustrada delimitaba el espacio destinado a la vida religiosa exclusiva de los fieles judíos. Unas inscripciones avisaban que el que no lo era, si la traspasaba, se jugaba la vida. En Estambul, en un museo, conservan un ejemplar de estas lápidas, que nunca he podido ver. El gran recinto era el santuario,. Lo primero que encontraba en judío, hombre o mujer, era una plazoleta. En sus cuatro esquinas había unas pequeñas habitaciones destinadas a guardar la leña para los sacrificios, el dinero de las limosnas, el aceite para las lámparas o el recinto para observar a aquellos que querían saber con certeza que no habían sufrido lepra, tarea encomendada a ciertos sacerdotes. El ambiente que se respiraba en el espacio central era ya eminentemente religioso y se le llamaba atrio de las mujeres, porque a ellas les estaba permitido acceder, obviamente, si eran judías.
Pasada una puerta se entraba en el patio más religioso, solo a los varones les
estaba permitido permanecer en él. Allí se levantaba el altar de los
holocaustos, el gran depósito para las abluciones, llamado mar de bronce, y se
movían con soltura los levitas ocupados en los sagrados menesteres. Para que nos
entendamos, y si sabéis de quienes se trata, os diría que eran una especie de
sacristanes. Al recinto más sagrado: santo y santo de los santos llamamos a sus
dos espacios, solo entraban los sacerdotes en momentos muy especiales.
(No os confundáis con las sinagogas, que abundaban por todo Israel y en el mismo
Jerusalén. Otro día tendré ocasión de comentároslas)
Los protagonistas de la parábola del presente domingo, seguramente estarían
situados en el atrio de los varones. Uno, el fariseo, se situaría cerca del
altarcito de los perfumes, próximo también a la menorá, el gran candelabro de
los siete brazos. El otro, el pobre y marginado socialmente, el publicano, lejos
de la entrada al lugar santo. Cercano a la puerta que daba al atrio de las
mujeres, tímidamente acurrucado.
Socialmente se distinguían. Uno era letrado en doctrinas, tradiciones y ritos
religiosos. Satisfecho de sus erudiciones. Satisfecho de sí mismo. El otro había
dedicado su vida a la recaudación de impuestos. Los contribuyentes israelitas
debían sufragar los gastos de la ocupación militar y del mantenimiento del
gobierno de la ciudad de Roma. Quienes se ocupaban de estos menesteres, eran
odiados por el pueblo. No hay que ignorar que en el ejercicio de sus funciones
siseaban lo que podían. Esta es una somera descripción de su apariencia
exterior, su interioridad, la de los simbólicos personajes del relato, era otra
cosa.
Dejadme ahora que haga un inciso. Una de las originalidades de la doctrina de
Jesús, es que enraíza el pecado no en las manos que lo ejecutan, sino en la
mente y el corazón de donde salen las decisiones. Consecuencia de ello, es que
el primer protagonista de la parábola, el fariseo, está empapado de pecado,
aunque luzca un reluciente impermeable que oculte su interior. Por otra parte su
situación social le permite vivir sin estrecheces económicas y por tanto sin
acudir a actos catalogados como perversos. Ya lo sabéis vosotros muy bien:
limpiarse los zapatos o cepillarse el abrigo empolvado cuesta muy poco. La roña,
consecuencia de la falta de higiene, el hedor fruto de sudor corrompido, es muy
difícil de eliminar. Uno es sucio, el otro está sucio, dicho simplemente.
Y Jesús abomina al que está empecatado y es condescendiente con el que arrastra
una historia de pecados.
No os enfadéis si os voy a poner un ejemplo que os puede parecer estrambótico.
Suponeos que de vuestro lado salen dos personas. El uno, ufano, se acerca a un
flamante Ferrari, que le abre su puerta, sin que siquiera tenga que tocarlo,
causando admiración en su entorno. Impecable en su vestir, perfumado con suaves
aromas de aromas de esenias orientales, se siente satisfecho. Nunca ha tenido
que acudir al fraude, ni al engaño. A su mesa solo se acerca gente de prestigio
y no como en la casucha de esos malolientes que pululan tratando de apoderarse
de lo que pueden y visitando antros de mala vida.
El otro, pelambrudo, despidiendo olor de mariguana, se dirige a una de esas
sensuales mujeres que se ofrecen por las carreteras. Va cabizbajo, no está
satisfecho de sus costumbres, rehúye las miradas, pero no se siente capaz de
modificar su senda. Lo desea y en momentos de suprema lucidez, se atreve a
solicitar de Dios, un poco de ayuda.
Con seguridad el del Ferrari causará sensación, aunque para conseguir el
vehículo y mantenerlo, sea preciso que muchos pasen hambre. Él no quiere
investigarlo, el coche es suyo y a nadie lo ha robado. Pero, me pregunto yo, ¿de
donde han salido y como se han conseguido los selectos metales que son precisos
para que funcionen con exactitud los diminutos contactos de sus mecanismos?
¿gracias a qué penosos trabajos, probablemente de muchos menores que no pudieron
ir a la escuela, se consiguió la bauxita, el coltan o el wolframio, que entran
en tantos componentes de su coche?.
El otro se ha escondido para pecar, se dirá con decencia. Lo que harán, son
actos en que están implicados él y aquella mujer. No duran mucho, a nadie
perjudican excepto a ellos dos. Quisiera obrar de otra manera, pero ante aquella
anatomía femenina, pierde todo control de sí mismo. Se siente con frecuencia
avergonzado, envidia a los que ve pasear con su esposa y de la mano de sus
hijos. Se lo ha dicho a Dios algunas veces y ha tenido la sensación de que no le
miraba a su interior con el desprecio con que le observan los “honestos
burgueses” que le observan desde fuera.
Caminan ambos desde diferentes lugares hacia un mismo destino. Miran a lo lejos
y uno ve una puerta cerrada, el otro le parece distinguir una rendija
entreabierta. ¿Quién podrá franquear satisfactoriamente los límites que separan
el espacio-tiempo, de la eternidad?