IV Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Lucas 15,1-3. 11-32: «Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido»

Este domingo está impregnado de la alegría por la proximidad de la Pascua. El Señor quiere que la pregustemos en nuestro esfuerzo de conversión. Como imagen, la primera lectura nos narra la llegada de Israel a la tierra prometida, gustando ya sus frutos: El Señor dijo a Josué: “Hoy os he despojado del oprobio de Egipto”. Los israelitas celebraron la Pascua en la estepa de Jericó. Ese mismo día comieron del fruto de la tierra: panes ácimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná y comieron ya de la cosecha de la tierra de Canaán. Era el signo manifiesto del amor fiel de Dios, que cumplía su palabra y les situaba en la libertad, a pesar de los retrocesos y desconfianzas del pueblo.

Mejor que nadie, nos expresa hoy Jesús este amor irrevocable del Padre. También por los pecadores, frente al escándalo de los escribas y fariseos que murmuraban: Ese acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús, que es él único que conoce a fondo al Padre Dios, nos lo explica hoy con la mejor parábola sobre su amor. Aquél hijo menor quiso vivir la libertad a su antojo. Reclamó del padre su herencia y se emancipó. Se fue a un país lejos de Dios, donde podía vivir conforme a sus apetencias. Así, derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Malgastó los dones que del padre recibió y experimentó también el hambre y la necesidad en aquella tierra, lejana a Dios. Era todo un símbolo del hombre, cuando da la espalda a Dios por pensarlo el rival de su libertad. Todo un reflejo de esa liberación que proclama, como condición radical, olvidarse ya de Dios. Todo un síntoma de lo que ocurre cuando ya se vive sólo para satisfacer las apetencias, lo que me venga en gana... hasta acabar en el hastío, en ese vacío e insatisfacción ineludible, cuando nos falta Dios y la experiencia de su amor. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Y es que, en aquel país alejado de Dios, los que tenían iban a lo suyo, a sus ganancias y a su negocio, y contaban más los cerdos que los hombres: había explotación. Ante aquel panorama y en aquella situación, aquel muchacho no se desesperó ni se conformó, sino que recapacitó. Se acordó de cómo en la casa, donde su padre era el Señor, cualquiera tenía más derechos y se reconocía la dignidad de cada uno. Y reflexionando, se decía: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Finalmente, decidió lo mejor: Me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Y se puso en camino. Aquel muchacho volvió sobre sus pasos, en busca de la libertad perdida y la dignidad que otros pisoteaban...

No se encontró con un padre enfadado u olvidado ya de él. Sino anhelante de su vuelta y conmovido por su regreso. Un padre que corrió a su encuentro, apenas lo vio, y lo abrazó llenándolo de besos. Un padre que no dejó ni que se excusara. ¡Estaba tan contento porque su hijo se había decidido a volver! Así, mientras su hijo le decía que ya no merecía ser hijo, mandó a los criados vestirlo de señor y le puso el anillo para que dispusiera de sus bienes con pleno derecho. Y montó una fiesta, con música y baile, para compartir su alegría con todos... Hasta a su hijo mayor, que no lo entendía, le tuvo que recordar: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Sí, Jesús ha venido a este país que se alejó de Dios. A estos hijos que se habían emancipado reclamando libertad, para devolverles a la dignidad de hijos de Dios. No le ha importado padecer la cruz y el oprobio, probando así hasta el colmo la misma suerte de los hermanos pequeños, con tal de darle a su Padre la alegría del regreso. Con su Muerte y Resurrección nos ha devuelto al Padre, de quien somos. Con la Cuaresma, nos ofrece la ocasión de recapacitar. Con el sacramento del perdón de los pecados, confiado a sus apóstoles, nos da la oportunidad de probar esa alegría del Padre y la vuelta a nuestra verdadera condición. Con la Eucaristía nos sienta en la gran fiesta del amor de Dios.