II Domingo de Pascua, Ciclo A
Juan 20, 19-31: «A los ocho días, se les apareció Jesús»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«A los ocho días, se les apareció Jesús»

Según antigua tradición, la Iglesia durante el tiempo de Pascua se olvida del Antiguo Testamento; no quiere escuchar sólo la promesa, impactada como está por la resurrección del Señor que es su cumplimiento. Por eso, la primera lectura está tomada de los Hechos de los Apóstoles, que son el Evangelio del Espíritu Santo. En ellos se narran los primeros hechos de la Iglesia naciente, ese nuevo Israel fruto de la Pascua del Señor, animado ya por su Espíritu.

De este Libro se nos da hoy como un «flash» de aquella comunidad de Jerusalén. Se nos cuenta cómo crecía. No es que algunos se apuntasen a un grupo. No se trataba de pertenecer a un movimiento. No era cuestión de sintonizar con una espiritualidad particular. Es que crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor, el único autor y protagonista de nuestra liberación. Y, por tanto, el único que la ofrece enseñándonos el camino. Porque Él es la salvación y Él es el camino. Por eso, intentando sintonizar con aquel primer entusiasmo, con aquella primera motivación, exclamamos con el salmista: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Sí, era la proeza de Dios manifestada en Cristo y testimoniada por los apóstoles lo que atrajo desde el principio a la Iglesia.

La segunda lectura está tomada del Libro del Apocalipsis. En ella Juan mismo nos narra la experiencia que tuvo, precisamente en domingo. Fue arrebatado al cielo, donde está vivo el Señor, que le reveló: No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe lo que veas, lo que está sucediendo, y lo que ha de suceder más tarde... y envíaselo a las 7 iglesias de Asia. Sí, el Señor quería mostrarle la Iglesia vista desde arriba, verla como Él la ve, para comprender desde Él su propia obra: eso que Él hace en ella, y que no es transitorio, sino definitivo; eso que no es mera apariencia que se esfuma, sino profundo y sólido...

Hoy el evangelio nos narra cómo a los ocho días, cuando otra vez era domingo, se hizo presente de nuevo el Señor, en medio de los suyos: Paz a vosotros, les dijo, y enseñándoles las manos y el costado los discípulos se llenaron de alegría. Es lo que el Señor sigue haciendo con nosotros cada domingo. Es Él el que eligió este día, y no otro, para encontrarse con todos los suyos. Es Él quien nos convoca y nos reúne; y no simplemente nosotros que acudimos. Y se pone delante, para mostrarnos los signos gloriosos de su victoria; para mostrarnos su entrega a la luz de su triunfo pascual; para actualizar con nosotros el misterio de su muerte y su resurrección. Quiere así llenarnos de alegría para podernos confiar su misión. Porque inmediatamente después les volvió a decir: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos diciendo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Y es que el que experimenta esta salvación concedida en Jesús ya no puede callar, sino anunciar. Y es que el que se llena de la alegría de su presencia, ya no puede sino contagiarla. Y es que el que recibe su Espíritu, que es el mismo de Dios, ya no puede sino promover la comunión entre los hombres. Pero eso sí, hay que acudir con fe. Tomás faltó a la reunión y se lo perdió, porque era incrédulo y sólo creía en lo que veía. No se dejó convencer por la alegría de sus hermanos. Por eso tuvo que corregirlo el Señor.

Vayamos, pues, hermanos con esta fe que le faltó a Tomás, porque el Señor le advirtió: Dichosos los que sin ver creen. Es así como podremos experimentar su presencia y su salvación: esa que es definitiva; eso que Él hace desde arriba, como pudo ver Juan cuando fue arrebatado aquél domingo; eso que nos puede abrir los ojos para saber mirar y para saber escoger sin ningún tipo de manipulación; ese don del Espíritu que nos puede arrancar de la tibieza y empujarnos a la misión de Jesús.