IV Domingo de Pascua, Ciclo A
Juan 10, 27-30: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo les doy la vida eterna»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo les doy la vida eterna»

Para llevar a cabo sus planes de salvación, Dios eligió un pueblo nómada, acostumbrado al pastoreo. El Señor quería revelarse, así, como el pastor que conduce a los hombres a su verdadero destino. Siempre se fijó y escogió a pastores como guías de su pueblo: Abraham, Moisés, David,... Eran ya figura anticipada de Cristo que hoy se nos revela como pastor de los que buscan la verdadera vida. Por eso, nos dice: mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna.
No siempre escuchamos de la misma forma. Depende de la actitud y los sentimientos que guardamos hacia el que nos habla. Más que por sus razonamientos nos convencerá por la confianza que tengamos en él. En realidad sólo la aceptación mutua nos puede abrir a la verdadera escucha de lo que el otro nos quiera decir; sólo el amor nos capacita para apreciar lo que otro nos quiere ofrecer.

Jesús llamaba e invitaba a la comunión con Dios. Pero, ante su revelación, no todos reaccionaban igual. Unos se mantenían al margen, porque no respondía a sus intereses o expectativas. Otros lo rechazaban abiertamente, porque no coincidía con sus convicciones. Y otros, en cambio, se entusiasmaban y lo seguían. Todo depende de captar o no el inaudito amor de Dios que en Él se desvelaba. Algo que sólo en el amor puede ser apreciado. Y no por cualquier amor sino por el que pone en nosotros el mismo Espíritu de Dios. Sólo ese Espíritu de lo alto que actúa de antemano en lo profundo del corazón puede hacernos entender el amor que en Cristo se manifiesta. Sólo el que sin cerrarse se deja llevar por ese Espíritu de arriba sabe escuchar de verdad a Jesús. Por eso Él mismo reconoce a los que lo acogen, de esta manera: Mi Padre es el que me los ha dado. Y es, entonces, cuando promete: Nadie arrebatará de mi mano a los que ya están así en las manos de Dios.

Sí, lleno del Espíritu Jesús se puso en las manos de Dios hasta morir entregando su espíritu a sus manos. Y es el mismo Espíritu de Dios, quien lo ha resucitado para siempre. Ponerse, pues, en las manos de Cristo, es ponerse en las manos de Dios que nos salva así de los caminos que llevan a la muerte, conduciéndonos a la vida. Es siempre el mismo Dios que nos conduce hacia sí por medio de su Hijo, el Pastor, en la fuerza de su propio Espíritu.

La lectura del Libro de los Hechos nos narra hoy cómo Pablo y Bernabé anunciaron este evangelio, esta buena noticia de la salvación cumplida en Cristo. También ellos experimentaron el rechazo de la sinagoga, mientras los paganos acogían gozosamente la Palabra. Supieron reconocer así la obra del Espíritu. Ese que es el que construye y congrega a la Iglesia como rebaño de Jesús. Ese mismo es el que nos reúne cada domingo en el mejor encuentro con el pastor que nos conduce a Dios. Gentes de toda clase y condición, de todo pueblo y cultura, de toda raza y color allí reunidas por el Espíritu con el Señor. Nuestra asamblea nos hace descubrir que aquello que nos une como Iglesia de Cristo no son las afinidades humanas, ni las corrientes sociológicas, ni las sintonías psicológicas, sino la realidad de estar bautizados en el mismo Espíritu de Dios y el hecho de haber acogido un mismo Evangelio: la realidad gozosa de haber sido conducidos por un mismo pastor para ser el pueblo que camina hacia el Padre, hacia la vida de la resurrección. Y, por eso, llenos de alegría, proclamamos con el salmista lo que somos: Su pueblo y ovejas de su rebaño.

El Apocalipsis nos traslada hoy allí donde está el Cordero inmolado y triunfante junto a los que, por ponerse en sus manos, han alcanzado la vida. En ellos se ha cumplido la Palabra de Cristo: Mis ovejas escuchan mi voz, me siguen y yo les doy la vida. No perecerán para siempre, nadie las arrebatará de mi mano.