VI Domingo de Pascua, Ciclo A
Juan 14, 23-29. «El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

Juan 14, 23-29. «El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho»

El evangelio de hoy nos recuerda las recomendaciones de Jesús a sus discípulos para el tiempo de la Iglesia, que es el nuestro: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Sí, Jesús vino de Dios y a Él volvía, también como hombre. Ese Dios único que, sin embargo, es un misterio de amor inefable y eterno. Pero el amor sólo existe entre un tú y un yo. Por eso, siendo único en su esencia, son tres personas en comunión. Ese amor infinito entre el Padre y el Hijo es el Espíritu. El mismo y único Espíritu de Dios que se ha manifestado a los hombres en Jesús. Como hombre y como Mesías Él es obra exclusiva del Espíritu de Dios. Por eso en Él se nos ha mostrado cuánto nos quiere el Padre Dios y también en Él nos enseña cómo amarle. Es claro, entonces, lo que nos quiere decir el Señor: El que me ama -es decir, el que me acoge con amor- guardará mi palabra, que es seguirle, imitándolo en el amor. Ya nos lo mandó en el momento supremo: Os doy un mandamiento nuevo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”. Cuando así lo hacemos, es Dios quien mora entre los hombres.

El Concilio nos recordó que la Iglesia nace de este misterio, que la Iglesia es sacramento de este amor, que los cristianos estamos en el mundo para transformarlo más en morada de Dios. Somos en la tierra sencillamente el germen de lo que el cielo es plenitud. Somos levadura en la civilización del amor, una ciudad en construcción para el futuro eterno con Dios. Es lo que quiso mostrar el ángel que transportó a Juan en un domingo hasta la Jerusalén de arriba. Él la vio cómo bajaba del Cielo trayendo la gloria de Dios. Tenía doce puertas para penetrar en ella desde todas las latitudes. Tenía doce cimientos con los nombres de los apóstoles. Sí, la Iglesia es un misterio de comunión donde caben todas las gentes de todos los pueblos, sin distinción. Pero sólo penetran los que acogen la fe del Señor, que confesaron los apóstoles, y poseen su Espíritu en el corazón, que nos une con el amor de Dios. Ese amor universal, por todos los hombres, con el que nos ha abrazado en Jesús.

Fue el primer problema con que tuvo que enfrentarse la Iglesia recién nacida. Nos lo cuenta hoy el Libro de los Hechos: En aquellos días, unos que bajaban de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos de Antioquía, que, si no se circuncidaban como manda la ley de Moisés no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé. Querían hacer de los cristianos una simple secta judía. Entonces, consultaron a los apóstoles y éstos, desde Jerusalén, contestaron: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las indispensables. Era su reacción frente a todo sectarismo; era su opción por la pluralidad y la diferencia; era su proclamación solemne de la universalidad del evangelio.

Y es que ellos lo habían aprendido del Señor que, en definitiva, había venido a traernos la paz de Dios para unir a los hijos en dispersión. Lo dice hoy el evangelio: La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Sí, en un mundo divido por las incomprensiones, los partidismos y los egoísmos insolidarios, los cristianos están llamados a transformarlo con la civilización del amor. Se trata de expandir esa paz recibida de Cristo. Una paz que no es tan superficial como la que pueden pretender los esfuerzos del mundo: la simple ausencia de guerra o de contrariedad. La paz del Señor nace de algo mucho más positivo e invencible; mana de esa íntima unión con Él y con el Padre en el Espíritu; brota de esa vida infinitamente potente de Dios. Y Jesús la da en ese momento de su despedida terrena. Cuando está ya a las puertas el Espíritu que Él dará tras su muerte y resurrección. Y es que es la paz que se sigue de la fe en Él como Señor. Vayamos a recibirla en nuestra misa del domingo. Él mismo volverá a dárnosla una vez más para después difundirla con nuestra vida.