XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lc 15,1-32: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Ex 32,7-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza
Salmo 50: Me pondré en camino adonde esta mi padre.
1Tm 1,12-17: Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores
Lc 15,1-32: Su padre, corriendo, se le echó al cuello y le besó

«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»

La primera lectura de este domingo nos recuerda la intercesión de Moisés, para que Dios perdonase a su pueblo. Moisés no excusa la ingratitud de aquel pueblo, postrado en rebeldía ante el ídolo de oro por ellos fabricado. Moisés recurre, más bien, a la misericordia de Dios: esa que se funda en la fidelidad de su amor; esa que ha mostrado con creces, al liberar a su pueblo; esa con la que, ya desde antiguo, se comprometió a darles un futuro glorioso. Y, así, Moisés suplicó a Dios: «¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac y Jacob, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”». Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo. Sí, a pesar de nuestras rebeldías y pecados, Dios ama a los que son, antes que nada y por encima de todo, la obra mejor de sus manos; no, Dios no se olvida nunca de la dignidad que él mismo ha dado a la raza humana. Y eso explica su misericordia para con los pecadores.

Es lo que nos enseña hoy Jesús con tres parábolas: la del pastor que reunió a los amigos y vecinos para hacerles partícipes de su alegría por haber encontrado la oveja descarriada; o la de aquella mujer, que también corrió a contar a sus amigas y vecinas la alegría de haber encontrado una de sus arras de boda, que se le había extraviado; y, sobre todo, la del hijo pródigo que, al volver arrepentido, se encontró con la alegría de su padre y la fiesta que le montó, por todo lo alto, para celebrar con todos que lo había recuperado. Las pronunció Jesús frente a los escribas y fariseos que lo criticaban, murmurando con desprecio: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». El papa Juan Pablo II, en su encíclica «Dives in misericordia», nos explicaba así su significado:

«El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad; fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo, cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador, después de su vuelta. De tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre, ni había abandonado la casa. La fidelidad a sí mismo por parte del padre es expresada, al mismo tiempo, de manera singularmente impregnada de amor. Leemos en efecto que, cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, le salió conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó. Está obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto. Lo cual explica también su generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas más en profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo. Si bien éste había malgastado el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido de algún modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre al hijo mayor: «Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado». En el mismo capítulo del evangelio de Lucas, leemos la parábola de la oveja extraviada y sucesivamente de la dracma perdida. Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica ante todo la alegre conmoción por su vuelta a casa» (Dives in misericordia, IV, 6).

Y es S. Pablo quien nos recuerda hoy el mejor signo de hasta dónde nos quiere Dios: para Él valemos tanto, que Cristo Jesús vino al mundo, precisamente, para salvar a los pecadores.