XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lc 16,19-31: Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Am 6,1ª.4-7 Se acabó la orgía de los disolutos
Salmo 145: Alaba, alma mía, al Señor.
1Tm 6,11-16: Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor
Lc 16,19-31: Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen

«Recibiste bienes y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo mientras tú padeces»

Ya el domingo pasado, juraba el Señor por medio del profeta Amós que no se olvidaría jamás de los abusos cometidos contra los pobres, con tal de ganar más. Jesús mismo terminó por advertirnos que no se puede servir a Dios y al dinero. Hoy, por boca del mismo profeta, nos anuncia el final que tendrán los que se deciden por servir al dinero para poder disfrutar más: Así dice el Señor todopoderoso: «¡Ay de los que se fían y confían en una falsa seguridad! Os acostáis en lechos de marfil y, arrellanados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, bebéis vino en buenas copas y os ungís con perfumes exquisitos, sin doleros del desastre de vuestro pueblo. Pues encabezaréis la cuerda de cautivos y se acabarán vuestras orgías». Sí, nos lo asegura la palabra de Dios: los que llevan ahora una vida de lujo y derroche acabarán en el destierro; no podrán experimentar el consuelo de Dios, reservado para los que, por su culpa, lo pasaron peor. Aunque disfruten de todo lo que les viene en gana, su orgía se acabará sin conseguir gustar el gozo mejor: aquél para el que, en realidad, está hecho el corazón... De este destino, donde se cambiarán definitivamente las tornas, nos habla hoy el Señor.

Nos lo explica con aquella parábola del «rico epulón», con la que Jesús advertía a los «fariseos que eran amigos del dinero y se reían de él». Primero, les describe las barreras existentes en la tierra entre los ricos que derrochan y los pobres que se tienen que conformar con las migajas, que los otros dejan de sobra: Había un hombre rico –les decía–, que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. El nombre de «Lázaro», escogido por el Señor para designar al pobre, significa precisamente «auxilio de Dios». En él están, pues, representados todos los que esperan la justicia de Dios frente a las injusticias de los hombres; esos que ponen su confianza en el Dios que siempre se mostró defensor de los más débiles, frente al poder opresor; ese que tantas veces anunció el envío de un Rey Mesías, que vendría a imponer el derecho de Dios, frente a toda ley injusta. Y es que, a la luz de la revelación bíblica, gobernante justo es aquél que defiende a los débiles de la ley del más fuerte; aquél que toma opción por los más pobres y desfavorecidos, sin refugiarse en la imparcialidad de la ley para asegurar los bienes acumulados por los más aprovechados. Por eso, a aquel pobre lo llamó «Lázaro» el Señor: le servía como imagen para demostrarnos que su esperanza no quedaría defraudada, sino que al final se impondría la anhelada justicia de Dios.

«Sucedió que murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, pidió: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán le contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tu padeces». Sí, la equivocación del rico estuvo en acumular para disfrutarlo, sin enriquecerse para Dios. No compartió sus bienes con el de ellos necesitado. Y, así, no supo ganarse amigos que lo recibieran en el cielo, como el domingo pasado nos recomendó el Señor. Por eso, cuando ya se impone la justicia de Dios frente a la de los hombres, se cumple en él lo que la Virgen cantó ante la llegada del Mesías: «a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos». Sí, las tornas se cambiarán. En la eternidad continúan las barreras existentes en la tierra entre ricos que derrochan y pobres en necesidad, solo que la situación será al revés. Porque Abrahán siguió diciendo a aquel rico ya desesperado: «Ten en cuenta, además, que entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí a vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». Por eso, los pobres cantan hoy con el salmista: ¡Alaba, alma mía, al Señor!