XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lucas 18, 9-14: «El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no»

El Señor nos completa hoy la lección del domingo pasado. Vuelve a insistirnos en la oración. Sólo que hoy quiere enseñarnos cuál ha de ser nuestra actitud al rezar. Ya la primera lectura, tomada del Libro del Eclesiástico, nos advierte a quiénes atiende Dios con más agrado: «El Señor escucha las súplicas del oprimido; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia». Por eso, el salmista nos asegura en seguida que, «si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias». Porque «el Señor redime a sus siervos y no será castigado quien se acoge a Él».

Teniendo esto presente, Jesús quiere mostrarnos hoy las cualidades de la verdadera oración. Y, para que lo entendamos mejor, nos propone una parábola. La pronunció, precisamente, pensando en aquellos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. Y, así, nos puso en comparación a dos hombres que subieron al templo a orar: uno era fariseo; y el otro, publicano. Jesús quiere dirigir nuestra atención hacia estos dos personajes que van a rezar; quiere que observemos las actitudes con las que cada uno se pone ante Dios; quiere que escuchemos cómo ora cada uno, para hacernos comprender así la reacción de Dios.

Tanto el fariseo como el publicano rezan de pie, que es la postura normal de la oración. El fariseo da gracias a Dios: una de las formas más bellas con que el hombre puede dirigirse a su Padre y Creador. Pero el fariseo la ha escogido porque él se cree tan bueno, que no puede hacer otra oración: no tiene que pedir perdón a Dios por nada, ni tiene que suplicarle ningún don que le falte. Y así, más que alegrarse de cómo es Dios, se goza sólo de cómo es él; más que agradecerle todo lo que le debe, se chulea de su condición diciéndole: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». En este fariseo están reflejados todos esos que se creen mejores que los demás; todos esos que desprecian a otros, mirándolos por encima del hombro, porque ellos están más arriba; todos esos que sólo creen en sí mismos, sin necesitar de los demás sino sólo el aplauso para seguir sintiéndose superiores. No, aquel fariseo no entró en diálogo con Dios, porque no salió de sí mismo. En realidad, no podía entenderse con Dios, porque seguía aferrado al pecado más oscuro y radical: confundir la soberbia con la virtud; la autosuficiencia con la honradez; la vanidad con la piedad.

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Éste sí. Éste había sido capaz de ponerse ante Dios con toda sinceridad. No había ido al templo para lucirse; ni para sentirse, una vez más, mejor que los que no van. Sólo iba con su verdad más radical: aquello que él era ante el que nos conoce a fondo y por dentro; aquello que él era ante el que no valen ya ni los disimulos ni las apariencias; sencillamente, aquello que el era a la luz de Dios. A diferencia del fariseo, no ha venido a contarle cómo es él en comparación con otros; sino a confesarle cómo se siente cuando compara su vida con la santidad a la que Él nos llama. Por eso, ha reconocido su condición de pecador. Y no viene a excusarse. Ni siquiera se siente capaz de reparar el mal que ha realizado. Sólo se atreve a humillarse y pedirle perdón, en la confianza de que sólo su misericordia puede vencer el mal que hay en nosotros.

Y nos asegura el Señor que éste publicano bajó a su casa justificado y el fariseo no. Es decir, que Dios volvió a situar al publicano en una buena relación con Él; mientras que el fariseo siguió en su pecado. La razón definitiva de esta reacción de Dios nos la proclama así Jesús: «Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».