XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lucas 20, 27-38: «No es Dios de muertos, sino de vivos»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«No es Dios de muertos, sino de vivos»

La primera lectura nos presenta el testimonio valiente de aquellos hermanos Macabeos, que morían a manos del tirano. Su fe firme en la resurrección les hacía fuertes ante el martirio. Resistían el tormento, por su confianza inquebrantable en que Dios, creador y fuente de la vida, se la devolvería para siempre. Y así, aquellos jóvenes eran capaces de responder al rey que los condenaba: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por cumplir su ley, el rey del universo nos resucitará para la vida eterna». Lo mismo confesaba el que, ofreciendo sus manos al verdugo, le decía: «de Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas de nuevo del mismo Dios». O aquél otro de los hermanos que, a punto ya de morir, le advertía al que abusaba de su poder terreno: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida». Esta convicción, en la que se mantuvieron aquellos hermanos hasta el final, encuentra su despliegue en la exclamación que hoy cantamos con el salmista: «Al despertar me saciaré de tu presencia». También Jesús quiere insistirnos en esta convicción, apoyándola no sólo en el poder creador de Dios, sino en la fidelidad a sus designios también...

Aquel día se le acercaron a Jesús unos saduceos. Grupo este religioso que no creía en la resurrección de los cuerpos. Y así, le proponen a Jesús un caso ridículo para que lo resuelva. Según la ley del levirato, la viuda sin hijos debía ser tomada como esposa por otro hermano del difunto para darle descendencia. ¿Una que enviude varias veces con sucesivos hermanos, por no dejar hijos, de quién será mujer, si los muertos resucitan? La respuesta de Jesús es grave y contundente. Hay cosas con las que no se puede bromear. Cosas tan importantes como la vida, que de Dios es don; y la muerte, que no puede anular el poder de Dios. No se puede ridiculizar a Dios, aplicándole sin más los esquemas transitorios de la vida presente. Y, por eso, Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección». No, la vida de los resucitados no vendrá ya por generación carnal, sino que a ella seremos engendrados por el mismo Dios; no será una simple vuelta a otra vida como la que aquí tuvimos, sino esa participación en la vida misma de Dios por la que seremos en plenitud sus hijos.

Admitir que la historia de un hombre termina con su muerte equivale a negar la existencia misma de Dios; ese Dios vivo que se ha manifestado en la historia de la humanidad, precisamente, como el Señor de la vida. Por eso Jesús termina advirtiendo a aquellos saduceos que creían en Moisés, pero no en la resurrección: «Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos».

Al igual que aquellos saduceos, muchos hombres y mujeres de hoy se muestran escépticos, cuando se habla de la resurrección de los muertos. No se imaginan una vida en plenitud, más allá de la presente. Y, cuando falta esta convicción, el hombre corre el peligro de gastar su vida en satisfacer todas sus apetencias y deseos; cae en la tentación de arremeter contra todo obstáculo que se oponga a sus ambiciones; se arriesga a la desesperación cuando llegue la enfermedad o las fuerzas se debilitan; pierde el significado definitivo que tiene su existencia en la vida y en la muerte; deserta de su vocación a la plenitud, malgastando sus días en lo que no tiene futuro. Jesús responde hoy a los saduceos con una confesión en el Dios viviente: un Dios que no dura para el hombre el espacio breve y fugaz de su vida terrena; sino que se muestra como Dios de todos los que viven ya para siempre en su presencia. Ese Dios que resucitó a Jesús, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16).