Solemnidad de Pentecostés, Ciclo B
Juan 20, 19-23: «Cuando venga el Defensor»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Cuando venga el Defensor»

“Al llegar el día de Pentecostés...” Esta fiesta, que los hijos de Israel celebraban anualmente por mandato de Moisés, al principio no se designaba con este nombre. Ellos la llamaban "Fiesta de las Semanas", o de “la cosecha”. Eran siete las semanas que la separaban de la celebración de la Pascua, el tiempo que solía durar la recolección. Era un día de mucha alegría y de descanso absoluto, para dar gracias a Dios par los bienes dispensados a su pueblo. Con el tiempo, y por indicación de los rabinos, esta misma fiesta vino a ser conmemoración anual del establecimiento de la Alianza de Dios con su pueblo en el desierto, junto al Sinaí. Finalmente se le llamó “fiesta de Pentecostés”, con el que nosotros la celebramos, precisamente a los cincuenta días de la Pascua.

A nosotros, los cristianos, nos trae el recuerdo de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, a los diez días de la Ascensión de Jesucristo a los cielos. El Señor cumplió así la promesa que les había hecho en repetidas ocasiones. Pentecostés cierra el Tiempo Pascual. La venida del Espíritu Santo es consecuencia de la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

"Al llegar el día de Pentecostés ?escribe San Lucas en su segundo libro? estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas que se repartían, poniéndose encima de cada uno. Se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería" (Hech 2,1-4).

Dios había enviado a su Hijo al mundo, para que llevara a cabo su obra de salvación, conforme a un plan eterno y después de una preparación de siglos. Aquella primera fue una misión silenciosa y oculta. En frase de San Ignacio de Antioquía, el misterio de la Encarnación fue realizado "en el silencio de Dios", para que quedaran ocultos al diablo los planes de Dios. En cambio, esta otra misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo, fue solemne y visible. La había precedido la muerte y la resurrección de Jesucristo. Cuantos concurrieron al lugar donde estaban los Apóstoles, atraídos por el ruido de aquel viento extraño, estaban admirados y desconcertados. Pedro les explicó luego. Era el comienzo oficial de la vida de la Iglesia en medio del mundo. Desde entonces, asistidos siempre par la presencia y la acción del Espíritu Santo, la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, se conserva en la unidad y lleva a cabo su obra de evangelización y santificación, conforme al encargo de Jesucristo. En pie, frente a todos sus enemigos, y a pesar de los pecados de los hombres, incluso de quienes pertenecen a ella, en virtud de la fe y del bautismo. Hasta el fin de los tiempos, cuando, con la vuelta de Jesucristo, será la consumación del Reino de Dios en el mundo.

Día de acción de gracias par los bienes recibidos. Entre todos los dones gratuitos, que provienen de la mano del Señor a su pueblo, el mejor y más cumplido es el Espíritu Santo. Por excelencia, aparte éste, le convienen los nombres de "Don" y "Amor". Con él, Dios mismo se nos da personalmente, y hace de cada uno de nosotros su morada. La presencia del Espíritu Santo en nuestro corazón hace viva realidad la anunciado por Jesús a sus amigos: "Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada" (Jn 14,23). Hijos adoptivos de Dios, miembros vivos del Cuerpo de Cristo, templos del Espíritu Santo: tal es la realidad misteriosa de la vida cristiana. Don del Dios Altísimo es el Espíritu Santo. Y Amor también; que también este nombre le conviene de manera esencial. El es el amor del Padre para con el Hijo; el mismo del Hijo para con el Padre. Procede del Padre y del Hijo. Si todo don es un testimonio de amor, el amor es el primero de todos los dones. Pues bien, como Dios nos ama, pone su amor en nosotros: aquél con que se aman mutuamente el Padre y el Hijo “se nos da con el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Y con el amor, todos los dones y gracias del Espíritu. Ahora bien, esta presencia del Espíritu de Dios en nosotros no hubiera sido realidad, si Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, no hubiera ofrecido su vida en sacrificio al Padre, para la salvación de lodos los hombres. El mismo día de su resurrección, en su primera aparición a los discípulos, ya Jesús los saludó: "Paz a vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo. Y dicho esto, exha1ó su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,21-22).

La Iglesia, nuestra Madre, ha concretado en una forma oficial cuanto nos ha revelado Jesucristo acerca del Espíritu Santo. Nosotros la recitamos todos los domingos, antes de la celebración de la Eucaristía, como expresión de nuestra fe cristiana: Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Él es el Consolador, el Otro, de quien nos habló Jesús; "que estará con vosotros para siempre" (Jn 14,16). Si nosotros debemos ser "testigos" de Jesucristo ante el mundo, nuestro testimonio ha de estar siempre avalado y respaldado por “el Espíritu de la verdad".