XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos 6, 1-6: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte»

Se resistían a creer los habitantes de Nazaret. Sus mismos paisanos desconfiaron de Jesús. La conocían desde niño; le habían visto crecer entre los otros muchachos del pueblo. La mayoría de cuantos ahora le oían en la Sinagoga, como maestro y profeta, le habían tratado personalmente. No se lo podían explicar. “La multitud que le oía, se preguntaba asombrada: ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María?...”Padecieron escándalo en Jesucristo los que deberían haber creído los primeros. Tropezaron con la piedra. Pera ellos la dificultad estaba en compaginar aquella sabiduría y poder de Dios, que se manifestaban en Jesús, con la sencillez, la rudeza y la incultura de un carpintero de pueblo. No lo podían imaginar. No contaban con esa ley, que preside desde el comienzo la obra de la salvación. Desde que el Señor puso en marcha su obra salvadora, siempre el mismo principio: "La fuerza se realiza en la debilidad". San Pablo nos lo recuerda hoy en la segunda lectura.

La aceptación del Misterio de Dios en Cristo Jesús, amados hermanos, es asunto de fe; no de experiencia sensible, ni fruto de razonamientos a lo humano. Aquí, para movernos sin tropiezo, no podemos acudir a los criterios de los hombres; es necesario aceptar la Palabra de Dios sin condiciones. Jesús tropezó con la incredulidad en todas sus formas. Los fariseos, lo mismo que los herodianos, se le opusieron. Cuantos confiaban en el poder, el dinero, la política; los que estaban materializados y se arrimaban al sol que más calienta, despreciaron a Jesús. Tampoco lo aceptó la religiosidad de los fariseos. Los piadosos de su tiempo, que daban importancia a los propios méritos y esfuerzo frente a la gracia de Dios y a la misericordia para con los pecadores, se opusieron a su predicación. Unos y otros se confabularon, al fin, para llevar a Jesús hasta la cruz.

Las gentes del pueblo, en principio, se entusiasmaron con la predicación de Jesús. Surgió la ilusión de todos, pensando que habían encontrado un libertador. Mas, cuando el Maestro empezó a insistir en aquello de la pobreza, la humildad, la abnegación, el desprendimiento, se fueron echando atrás. Los mismos discípulos tuvieron sus dificultades. “De Nazaret ¿puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). Se escandalizaron en él. Simón Pedro, que, iluminado por el Padre, hizo su hermosa confesión: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), se resistía a admitir un Mesías que hubiera de morir crucificado. No aceptaba que, del fracaso y la ruina ante sus enemigos, hubiera de salir la salvación. No lo entendía. Hubo de transcurrir tiempo. Sólo con la muerte y la resurrección de Jesucristo, empezó Pedro a ver claro. Fue entonces cuando aceptó la realidad: "Jesús es Señor".

¿Y nosotros, hermanos? ¿Aceptamos el Misterio de Dios en Jesucristo, el profeta de Nazaret, el carpintero?... Yo diría que nosotros lo aceptamos a medias. Sí, en principio no tenemos dificultad en confesar que Jesucristo es el Señor, el Hijo de Dios. Mantenemos que fue crucificado, muerto y sepultado; que descendió a los infiernos, resucitó de entre los muertos y subió al cielo, donde está sentado a la derecha de Dios. Incluso admitimos esa ley de que "la fuerza se manifiesta en la debilidad” en cuanto se refiere a la persona de Jesús, pero no la aceptamos, al menos claramente, en lo que se refiere a nosotros mismos.

La fe nos ha hecho dar un primer paso. Mas debemos tener en cuenta que no se trata sólo de empezar, sino de recorrer todo el camino en unión con Jesucristo. Se trata de aceptarlo en nuestra propia vida, de manera constante y hasta el fin. Aceptando que Jesús alcanzó la salvación para todos con su entrega a la muerte, acaso no entendemos cómo una Iglesia perseguida, pobre, desasida de todo poder, de toda fuerza, de todo valor de este mundo, puede triunfar con Jesucristo y llevar adelante su obra de salvación.

El ejemplo de San Pablo a este respecto es sumamente aleccionador. El aceptó a Jesús cuando éste se le mostró en el camino. El mérito de San Pablo está en que aceptó este destino y esta ley. Lo aceptó en Jesucristo. También en su propia vida. Vivió su experiencia generosamente. "Por eso vivo contento en mis debilidades. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte".