XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos. 9, 38-43. 45. 47-48: «El que no está contra nosotros está a favor nuestro»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«El que no está contra nosotros está a favor nuestro»

Elegido por Dios, Moisés recibió la misión de conducir a los israelitas hasta la tierra prometida, a través del desierto. Había que solventar situaciones difíciles y educar a un pueblo numeroso en la confianza y fidelidad a Dios. El Señor lo fortaleció con su espíritu, pero la tarea no era fácil. Por eso, sintiendo que ya no podía él sólo con la carga, acude a Dios pidiéndole ayuda. Y, entonces, Dios le ordenó: elige a 70 miembros mayores y tráelos contigo a la tienda de la Reunión. El Señor bajó en la nube y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los 70 ancianos. Al posarse sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar en seguida. Dos del grupo, Eldad y Medad, aunque estaban en la lista, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu también se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés. Y, entonces, Josué, ayudante de Moisés desde joven, intervino diciendo: “Señor mío, prohíbeselo”. Pero a Moisés le importaba más el bien del pueblo que su propio honor y respondió: ¿estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!

Aquel Moisés era ya figura de Cristo, el Mesías enviado por Dios para reunir en su Reino a los hijos dispersos. Sí, ya escuchamos hace unos domingos cómo también Él se escogió discípulos y los hizo partícipes de su misión. Con su misma autoridad y poder para sanar, los envío de dos en dos a proclamar su Evangelio. Cuando al fin vuelven para contar, Juan le comenta a Jesús: Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros. Jesús, como antaño Moisés, les respondió: No se lo impidáis. A Jesús, igual que a Moisés, le preocupa más el pueblo y su salvación. Por eso, termina por darles como razón: uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro. ¡Qué apertura la del Señor! Sabe ver lo bueno, por poco que sea, y, en vez de sofocarlo, quiere sostenerlo y ayudarlo a crecer. Y es que, el verdadero constructor de la Iglesia es el Espíritu que actúa, incluso, fuera de Ella. Como ocurrió en aquella ocasión, aquella otra vez en el desierto, con aquellos dos, Eldad y Medad, que no acudieron a la reunión. Es ese Espíritu de Cristo el que empuja hacia la confesión de su nombre y el reconocimiento de su salvación, en la manera que puede y le deja cada corazón. Por eso, hay discípulos todavía en ciernes, pequeños y débiles, no en plena madurez, a los que no se ha de impedir el crecimiento: su camino hacia una mejor visión, hacia una más plena comunión… ¡Son ya de los nuestros! Aunque sólo den un vaso de agua, que tan poco cuesta, a los que siguen al Mesías. Con su gesto muestran que comienzan a reconocerlo en sus discípulos y que están a su favor, por obra ya del mismo Cristo en su interior. Y así hoy les garantiza a estos simpatizantes que no quedarán sin recompensa.

No quiere Jesús que les estorbemos, sino que les ayudemos a encontrarlo mejor. Y, por eso, se vuelve hoy a todos los que le seguimos y acudimos a su reunión, a la Misa del Domingo donde nos convoca, para advertirnos muy seriamente: El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Con este leguaje tan duro, nos quiere hoy amonestar el Señor, no para decirnos cómo tenemos que defenderlo, sino el peligro que corre nuestra salvación, si escandalizamos y apartamos de Él a estos aún pequeños que están en vías de poderlo reconocer. No es que el problema esté en la mano, en el ojo o en el pié. Pero son estos los miembros más unidos a nuestro obrar. La advertencia del Señor es hoy clara para todos: hemos de llevar una vida coherente con nuestra fe para ser signo convincente, más que estorbo y tropiezo para aquellos que nos ven y, en el fondo, ya lo buscan y, en nosotros, lo esperaban encontrar. Pidamos, pues, con el Salmista: Aunque tu siervo vigila para guardar tus mandamientos ¿quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado.