XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos. 10, 2-13: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»

Cuando creó al hombre se dijo el Señor Dios: “No está bien que esté solo”. Pero ninguna de las criaturas a las que el hombre puso nombre, según su utilidad, podía compararse a él para vivir en comunión. Y es que el hombre, creado a imagen y semejanza del Creador, sólo podía ser su reflejo, si siendo uno, vivía en comunión de amor con otro igual. Como el Padre y el Hijo, que siendo de igual condición, son uno en el mismo Espíritu de amor. Sólo entonces, cuando fue esposo de mujer, el hombre estuvo acabado y completo para ser bendecido por Dios como fuente y principio de vida, como reflejo de él mismo, que es Amor y como rey destinado a dominar sobre las cosas. Si, el matrimonio no es una ocurrencia de los hombres, sino un invento de Dios, que así lo proyectó desde el principio. Por eso, la antigua liturgia hispana, al bendecir a unos nuevos esposos dice: “Oh, Dios que para propagar la familia humana ya en los orígenes mismos del mundo modelaste a la mujer del costado de Adán, e insinuando la unidad del amor más puro, hiciste de uno dos, para mostrar que los dos son uno. Tú has puesto los primeros cimientos del matrimonio de tal modo que el varón abraza en su esposa una parte de su propio cuerpo, y no puede pensar que le es extraño lo que sabe formado de sí mismo”.

Pero vino la ruptura del pecado. La soberbia engendró desconfianza y el egoísmo infidelidad. Se disipó el amor que sostenía la amistad del hombre con Dios y se debilitó el afecto entre los esposos reprochándose mutuamente la culpa. El corazón se endureció, reprimiendo la ternura de que el Señor lo dotó. Así lo admite hoy el Señor ante la pregunta de los fariseos, aquellos que con tanto celo se aferraban a la antigua situación sin dar paso a la novedad de Cristo: “Por vuestra terquedad permitió Moisés divorciarse de la mujer. Pero al principio de la creación Dios los unió de modo que ya no eran dos sino una sola carne. Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.” Y es que el corazón, enturbiado por el pecado, era ya incapaz de distinguir entre las razones humanas y el proyecto de Dios. Por eso, prometió por boca del profeta, para los días del Mesías, una renovación: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y practiquéis mis normas” (Ez 36, 26s). Es decir, quitaré las durezas del egoísmo humano y os devolveré esa ternura que no es frágil ni endeble, sino inquebrantable y permanente que posee el Espíritu de Dios.

Por eso el Señor, cuando ya está en casa, con sus discípulos, que son germen de la Iglesia les confirma y encomienda: “Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio contra la primera. Y, si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

Todavía hoy muchos se preguntan: ¿Por qué la Iglesia no admite el divorcio ni la separación, cuando aquel compromiso, aquella primera entrega en el amor se ha roto ya y no tiene salida? Ella tiene esta razón recibida del Señor, sobre todas las otras que puedan convencer. Sencillamente porque ni ella ni nadie pueden romper lo que Dios volvió a unir en Cristo. El matrimonio, para los cristianos, es un sacramento, una acción del Señor. Cuando los esposos se comprometen para siempre en esa unión, es Cristo quien los une y consagra con su amor. Justo porque él ha venido a restaurar, y así lo ha manifestado, la unión de Dios con el hombre y la unión del hombre con Dios, cuyo signo desde el principio es el matrimonio, que ahora se convierte también en sacramento del amor hasta la muerte. Y es que, como nos dice hoy la Carta a los Hebreos, el mismo que juzgó que el hombre no debía estar sólo, también “juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. El santificador y los santificados proceden todos del mismo”. Todo tiene por fundamento el mismo y único amor indefectible de Dios. Un don que hay que recibir como aquellos niños que hoy son abrazados por Jesús en casa y ante sus discípulos.