III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 4, 12-23: "Entonces empezó Jesús a predicar, diciendo: "Convertíos""

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Entonces empezó Jesús a predicar, diciendo: "Convertíos""

Cada domingo nos sale al encuentro la Palabra de Dios, para despertar nuestra fe y levantarnos a la esperanza de los bienes eternos. Hoy nos trae el recuerdo luminoso de los comienzos. "Al enterarse Jesús que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí..., porque está cerca el Reino de los cielos"". El evangelista ve cumplirse, en aquella "Galilea de los gentiles" una antigua profecía: "El pueblo que habitaba en tinieblas, vio una luz grande; a los que estaban sentados en paraje de sombras de muerte, una luz les brilló".

Sería bueno que, con el recuerdo de este amanecer evangé1ico, reflexionáramos sobre nosotros mismos, para ver hasta qué punto esa luz penetra todos los espacios de nuestra alma y hace luminosa nuestra vida. Fundamentalmente tres son las situaciones posibles frente al Evangelio: la de quienes, con culpa o sin ella, no lo aceptan; la de los que han aceptado la Palabra: iniciados en la fe, andan necesitados de instrucción catequética y deben ejercitarse en las virtudes cristianas; y la de los adultos que, gracias a su entrega, pueden colaborar en la predicación del mensaje salvador. ¿Cuál de las tres es nuestra situación personal? El pasaje evangélico de hoy nos recuerda, así mismo, la vocación y respuesta de los primeros discípulos: "Les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron". ¿Es tal nuestra entrega a la causa del Evangelio?

Cuenta San Lucas en el Libro de los Hechos cómo, a raíz. de la muerte de Esteban, el primer mártir cristiano, se desató una gran persecución contra la comunidad de Jerusalén; hubieron de dispersarse. Y escribe: "Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra. Y la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba". ¿Seremos nosotros capaces de anunciar el Evangelio con tal eficacia a los hombres, con quienes nos encontramos y convivimos? ¿Estamos preparados doctrinal, pedagógica y espiritualmente para esta colaboración apostólica? ¿Aportamos en esta empresa aquel entusiasmo, aquella convicción, aquella entrega que está pidiendo de nosotros?... Por la respuesta sincera a tales preguntas, ha de medirse nuestra fe y el amor que nos mueve hacia Jesucristo y hacia nuestros hermanos. Se nos pide la participación personal en la predicación evangélica.

Jesús dio comienzo a su ministerio profético con esta exhortación: "Convertíos, porque está cerca el reino de Dios". Sus oyentes, sencillos galileos de pueblos y aldeas, podían entender su mensaje, familiarizados como estaban con el recuerdo de las promesas de Dios a su pueblo. Nuestro caso es bien distinto. Mas lo decisivo no son, en último término, las palabras, sino su contenido. Cuanto se encierra en la expresión "Reino de Dios", se concreta en un nombre querido, cuya noticia, más o menos precisa, ha llegado a todos los oídos: Jesucristo. La fe cristiana consiste en aceptarle, tal como es él y se ofrece a nosotros en su misteriosa realidad. Entregarse a él, seguirle, obedecerle incondicionalmente, rendirle nuestra inteligencia, nuestro corazón, nuestros sentimientos, nuestra vida. Desde los mismos comienzos, a partir de la Ascensión del Señor y de Pentecostés, los Apóstoles anunciaban a Jesús de Nazaret, "muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación". En Jerusalén, en Atenas, en Corinto, en Roma, Pedro y Pablo proclamaron el Evangelio de la salvación, presentando a Jesucristo como Mesías de Dios y único Salvador de los hombres. Como discípulos de tal Maestro, todos tenemos la obligación de confesar nuestra fe cristiana. "Se cree con el corazón para conseguir la justificación; con la boca se confiesa, para alcanzar la salvación". Hemos de dar testimonio ante los hombres, en especial ante aquellos con quienes convivimos y a los que nos debemos. La colaboración apostó1ica fluye como compromiso, en virtud de los sacramentos recibidos; pero lleva consigo dos cosas fundamentales: desprendimiento generoso de todo interés, de todo egoísmo; serenidad a toda prueba, en lo íntimo de nuestro corazón y en toda nuestra actitud. "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero, que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que anuncia la salvación". Todo lo demás, es cosa del Señor. Su Palabra permanece con nosotros para siempre.