II Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Mateo 17, 1-9: "No hizo alarde de su categoría de Dios, se sometió"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"No hizo alarde de su categoría de Dios, se sometió"

El II Domingo de Cuaresma está iluminado por una visión gozosa y gloriosa, la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor. Las lecturas de hoy, a primera vista, parecen desligadas entre sí, pero si la liturgia las ha unido, una sintonía profunda las armonizará. Quizá podamos descubrirla al escuchar la historia de Abraham y meditar la obediencia de aquel Patriarca que llamamos "nuestro Padre en la fe".

El Señor dijo a Abraham: "Sal de tu tierra...hacia el país que yo te indicaré. Entonces Abraham se puso en camino como el Señor le había ordenado". De este gesto de fe heroica y de obediencia confiada, dependerán dos transfiguraciones: Dios se transfiguró a los ojos de Abraham, Abraham se transfiguró a los ojos de Dios. Abraham descubre así al Dios protector, amigo, padre siempre amante, y pasa de adorador de los dioses paganos, a ser tan amigo de Dios hasta darle hospitalidad junto a la encina de Mambré; de hombre sin descendencia a padre de hijos más numerosos que las estrellas del cielo y la arena de las playas.

De este modo nos damos cuenta cómo la transfiguración es ofrecimiento y petición de Dios a todos los que, en la fe, le obedecen. Nos lo dice hoy San Pablo con las palabras dirigidas a Timoteo: "El Señor nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa". Nuestra vocación es transfigurarnos en Cristo.

La Transfiguración gloriosa, de la que nos habla el Evangelio de este día, brilla en medio a otras transfiguraciones oscuras a las que el Señor se quiso someter por amor. La Navidad fue la primera, en la que el Verbo no hizo alarde de su categoría de Dios y se rebajó hasta someterse a nuestra condición humana; la culminación será la Pasión. En la Última Cena asumirá la apariencia del pan; en manos de los soldados fue despojado y desfigurado hasta el punto de perder la apariencia humana. Pero en todas estas humillaciones no pierde su condición divina, evidenciada en el Tabor.

Una semana después de anunciar públicamente su muerte, Jesús toma a tres apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, y les conduce a un monte donde se transfigura. Su cuerpo, que hasta ese momento había sido pantalla de su divinidad, improvisamente deja brillar la gloria de Dios. El rostro se hace luminoso como el sol, las vestiduras, pura luz. A su lado aparecen Moisés y Elías, para testimoniar cómo la Ley y los Profetas lo ensalzaban. En el momento culminante suena la voz del Padre Dios, que quiere que su Hijo sea escuchado, obedecido, porque es la Palabra eterna, omnipotente, creadora. La Transfiguración es una anticipación de la resurrección; es promesa del retorno glorioso de Cristo, para el que el cristiano tiene que estar siempre preparado.

La Cuaresma es un tiempo propicio para nuestra transfiguración. Dios nos llama, también a nosotros, como llamó a Abraham, a salir de nuestra tierra e ir a un país que Él nos mostrará; ese país es una montaña: el monte Tabor. Es una ascensión mística, sobre todo para nosotros que estamos tan lejos del Tabor, pero es una auténtica elevación del que abandona las cosas innecesarias y necias de la vida para alcanzar, con fatiga y con gozo, la altura de la fe y de la caridad. La primera condición para transfigurarse con Cristo y en Cristo es orar. Junto a la oración, la escucha atenta de la Palabra de Dios, que es alimento del alma, como el pan lo es del cuerpo.

En la transfiguración descubrimos los reclamos cuaresmales: Oración, Palabra de Dios, Penitencia. La Penitencia se transforma en pan. Pan fraterno para ofrecer a los más pobres que nosotros; pan eucarístico o de santidad, que Dios nos ofrece, ante el cual todos somos extremamente pobres.