Solemnidad de la Ascensión del Señor, Ciclo A
Mateo 28, 16-20: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra"

Celebramos hoy con la Iglesia la Ascensión de Jesús a la derecha del Padre, como Señor. Es el momento supremo de su vuelta al Padre, tras realizar la obra de nuestra redención; el acontecimiento que culmina su misión, para dar paso ya a la misión de la Iglesia; el preanuncio de cómo vendrá al final de la historia, para consumar su obra de salvación. Es lo que viene a decirnos S. Lucas, en la narración que escuchamos como primera lectura...

Era ya la última vez que el Resucitado, de modo visible, compartía la mesa con sus discípulos. Fue, entonces, cuando les recomendó: "No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo... Y, cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo". Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista... La misión de Jesús, aquella que comenzó con la unción del Espíritu al querer ser bautizado por Juan, llegaba ahora a su culminación. Sí, porque fue en la fuerza del Espíritu como había proclamado la llegada del Reino de Dios, invitando a su acogida; porque, animado del Espíritu, fue la implantación de ese Reino lo único que, de verdad, le interesó; porque, al ser rechazado por su pueblo, fue el Espíritu quien lo impulsó a entregarse voluntariamente a la muerte, para hacerlo realidad lograda con su resurrección. Y así, cumplido ya ese Reino plenamente en Él como primicia, se manifestó durante cuarenta días a los suyos para hacerlos sus testigos. Son ellos los que ahora habían de ser ungidos por el Espíritu, para poder dar con valentía esa gran noticia a todos los pueblos.

No, el Reino de Dios no era ya una expectativa, más o menos utópica; ni una esperanza cierta, pero sólo futura; ni una realidad todavía oculta y por desvelar. En ese cacho de mundo, que era la humanidad del Cristo Resucitado, brillaba ya con claridad. Y hoy, en su Ascensión, es exaltado a la diestra del Padre, desde donde reina sobre el cosmos y la historia de la humanidad. Por eso, más que del Reino, es de Él de quien los suyos tenemos que hablar. Y, para hacerlo con toda sabiduría, tenemos que ser ayudados por el Espíritu de Dios en la forma que hoy nos desea S. Pablo: "Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama; cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos; y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa. Esa que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo".

De este poder del Resucitado, exaltado hoy como Señor, deriva la misión universal de sus apóstoles y su potestad santificadora en la Iglesia. Lo escuchamos en el Evangelio: En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado... Y acercándose a ellos Jesús, les dijo: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Sí, son ellos los encargados de introducir, a los que acepten su testimonio, en esa realidad cumplida ya plenamente en Jesús: primero, mediante el bautismo que los engendra como hijos del Padre, miembros de Cristo y templo del Espíritu; luego, mediante la predicación con la que enseñarlos a vivir conforme a ese don. Lógicamente, porque primero es el ser y luego el hacer; sencillamente, porque el don de Dios es siempre anterior a la respuesta del hombre; simplemente, porque la gracia antecede al mérito. Y, para eso, está con su Iglesia el Señor todos los días, hasta que su obra quede completada...