Solemnidad de Pentecostés
Juan 20, 19-23: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo"

Con este domingo de Pentecostés, culminamos el tiempo de Pascua. El acontecimiento que conmemoramos marca el comienzo de la misión de la Iglesia, en la fuerza del Espíritu del Resucitado. S. Lucas nos lo describe así, en la primera lectura: Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Aquel día, los judíos celebraban la promulgación de la ley dada por Moisés al pie del Sinaí. Conmemoraban, así, el momento en que Israel nació como pueblo de Dios, al sellar con sus padres la antigua alianza. Pero los profetas habían anunciado, reiteradamente, una alianza nueva para los tiempos del Mesías. Una alianza última y definitiva, porque la ley de Dios sería gravada internamente, transformando el corazón; porque la pertenencia a Dios sería sellada con el don de su mismo Espíritu, sobre toda raza y nación. Es el cumplimiento de esa promesa lo que hoy lleva a cabo Dios con su intervención. Culminaba así la obra de Cristo que la antigua alianza sólo pudo, a su modo, presagiar...

Así, a la unanimidad con la que el pueblo hebreo aceptó en el Sinaí los mandatos de Dios (Ex 19, 8), corresponde ahora la comunidad de los discípulos de Jesús juntos en el mismo lugar. Al estruendo y el fuego con el que se manifestó el descenso de Dios sobre el monte, en aquella ocasión (Ex 19, 18-19), corresponde ahora el ruido como de viento que resonó en la casa donde estaban los discípulos del Señor y las llamaradas de fuego sobre ellos. Si entonces atronaba desde la cumbre la voz de Dios a los que bajo ella se encontraban, ahora quedaban llenos de su Espíritu los reunidos en aquella casa. Una antigua tradición judía aseguraba que la voz divina se dividió en todas las lenguas conocidas, para que todos pudieran escucharle. Ahora, en cambio, era el fuego de su único Espíritu el que en lenguas se dividía al posarse sobre cada uno, para poder dar un mismo testimonio de forma diversa; para poder expresar una misma verdad en múltiples lenguajes; para poder desarrollar una misma vida en diferentes caminos de santidad. Dotándola de la garantía del Espíritu, Dios ponía en marcha la Iglesia para testimoniar y expandir toda la verdad revelada en Cristo. Dios la disponía así como sacramento de una comunión nueva con todos los hombres y de los hombres entre sí: una comunión nacida de la Pascua de Cristo, promovida por su mismo Espíritu y destinada a extenderse a escala universal...

Es S. Pablo quien nos indica, en la segunda lectura, esta actividad del Espíritu en la edificación de la Iglesia: "Nadie puede decir "Jesús es Señor", si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos". No, la Iglesia no es fruto de la voluntad o del esfuerzo de los hombres, sino obra del Espíritu que hace la comunión, destruyendo el pecado que provoca la división; derribando las barreras de cualquier incomprensión; suscitando la diversidad de servicios para el bien común; y manteniendo a todos unidos en el mismo amor al Señor...

Por eso, el Evangelio nos presenta hoy a la Iglesia como una nueva humanidad, creada por el Espíritu del Resucitado. Al aparecerse a sus discípulos, les repitió: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos". El gesto del Señor Jesús recuerda, en efecto, la creación del primer hombre, cuando "el Señor Dios sopló en su nariz aliento de vida haciéndolo ser viviente" (Gen 2, 7). Y el Espíritu Santo le da hoy la plenitud...