Solemnidad de la Santísima Trinidad, Ciclo A
Juan 3, 16-18: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único"

El misterio trinitario que celebramos en este domingo es demasiado grande y luminoso para ser totalmente comprendido por nuestra pobre inteligencia: ante él todas las facultades humanas vacilan y se empequeñecen. Sólo nos queda hincar las rodillas en tierra, adorar y agradecer a Jesucristo por habernos revelado que Dios es único en naturaleza y trino en personas.

A pesar de esta grandeza, el misterio trinitario tiene un reflejo y una presencia cierta en la vida íntima de cada hombre por medio e la Creación y de la Redención. No podemos olvidar que Dios creó al hombre "a su imagen y semejanza". A pesar de que en ese momento aún no se había revelado el misterio trinitario, Dios imprimió en Adán y sus descendientes la impronta de su unidad y trinidad. San Agustín la descubría en el alma humana: es una y única, pero posee tres facultades espirituales (memoria, inteligencia, voluntad). Y es justamente a través de estas facultades como el misterio más impenetrable de la fe se hace, de alguna forma, presente en el interior de cada hombre; por esta presencia cada criatura humana es capaz de recordar a Dios (memoria), de conocerlo (inteligencia), de amarlo (voluntad). Pero es bien cierto que no hubiésemos sido capaces de descubrir en la criatura esta imagen del Dios uno y trino, si Jesús no nos hubiera revelado el misterio trinitario.

Las lecturas bíblicas de esta festividad son un verdadero camino del Antiguo al Nuevo Testamento, de la afirmación del Dios uno a la revelación del Dios trino. Ya en la entrega a Moisés de las Tablas de la Ley, el mismo Dios proclamó el nombre del Señor, según nos relata el Libro del Éxodo; y ya que en la Biblia el nombre indica a la persona, debemos ser conscientes que se manifiesta como un Dios personal, "Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad"(Ex 34,6). Es un Padre compasivo y justo, que sabe perdonar las ofensas y castigar a los hijos que pecan, para llevarlos al camino recto.

El Evangelio nos revela que este Padre tiene un Hijo: eterno, infinito, santo, manifestación perfecta de su amor paterno hacia los hombres. Para los hebreos esta revelación era blasfema, pero Jesús la repetirá sin cansarse: "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). El Hijo es una persona divina como el Padre; posee la vida eterna y se la comunica a los hombres para hacer hijos por adopción. El Padre confirmará en dos ocasiones al Hijo, afirmando: "Este es mi Hijo, el predilecto: ¡Escuchadlo!". Por último, el Hijo promete enviar al Espíritu Santo, presentándolo, también, como persona divina; se le encomendará la obra de salvación querida por el Padre y realizada por el Hijo. Sólo nos queda, de este modo, adorar y amar a la Santísima Trinidad, que estando infinitamente alejada ha querido instalar en nosotros su morada.

Es lo que desea S. Pablo en la segunda lectura de hoy, cuando dice: "La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros". Es la más breve y hermosa profesión de fe en la Trinidad divina y la liturgia la pone en los labios del sacerdote cuando saluda a la asamblea al comienzo de la Eucaristía.

No, no es justo decir que el misterio trinitario no se puede conocer; es sólo incomprensible. Entre conocer y comprender hay, ciertamente, una enorme diferencia. Querer comprender a Dios, que es infinito, eterno y omnipotente, es tan absurdo como querer meter todo el océano en un vaso. Podemos conocer a Dios y sus misterios. Desde que Jesús nos reveló el misterio sabemos que la Trinidad existe, y existe desde siempre y para siempre. Sabemos, además, que no es contrario, sino superior a la razón: superioridad que eleva y perfecciona la misma razón.