XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 10, 26-33: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"No tengáis miedo a los que matan el cuerpo"

Un hermoso hilo conductor une las lecturas bíblicas de este domingo. La pauta nos viene dada por el evangelio, perteneciente al "discurso de la misión" de San Mateo. No, no podemos pensar que este discurso esté reservado sólo a los apóstoles, o a los que serían enviados a predicar la Buena Noticia en tierras lejanas. Todas las palabras del Evangelio están dirigidas a los "discípulos del Señor", es decir, a todos los cristianos. No hay duda que hay diversas vocaciones entre los discípulos del Señor, por lo que se puede ser misionero de modos variados. Pero es necesario saber cuáles son las características que debe poseer el discípulo de Jesús, para que pueda ser misionero; sobre todo es necesario que el discípulo se empeñe, con la ayuda de Dios, en conquistar, conservar y acrecentar esas dotes.

Para esto nos sirve una reflexión sobre el Evangelio de hoy, con el que están en sintonía perfecta, tanto las palabras del profeta Jeremías como las de San Pablo a los Romanos. El divino Maestro quiere discípulos que sepan transformarse en enviados, en portavoces de sus enseñanzas para los demás. Por eso ordena: "Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea". Ciertamente no hay nada que Jesús haya querido tener en secreto; las imágenes del "día" y de la "azotea" nos están hablando de la práctica de la sinagoga, donde el predicador no se dirigía directamente a todo el pueblo, sino que hablaba a un intermediario que después repetía lo que había oído.

Jesús habló siempre en alta voz, pero sólo en el círculo de íntimos; quería, no obstante, que todo llegase a conocimiento de los ausentes y lejanos. Él es el Maestro universal y quiere que sus enseñanzas sean universalmente conocidas. Ahora es la Iglesia, que a semejanza de su Maestro, habla al pequeño grupo de los que frecuentan las celebraciones litúrgicas, los encuentros de oración y de catequesis; pero son tantos, quizá demasiados, los que todavía no han recibido la Palabra de salvación. Es un deber de los que ya la conocen transmitirla a los demás, imitando, de alguna manera, a los sacerdotes de Israel que anunciaban de las azoteas más altas de las casas el comienzo del descanso sabático. Cada discípulo del Señor está llamado a ejercer el apostolado de la palabra, pero debe recordar que las palabras más persuasivas son las obras. También de Jesús está escrito, en el Libro de los Hechos, que comenzó a hacer el bien y a enseñar.

Todo apostolado exige valentía y coraje. A este respecto, el Señor, que ha mandado amar a los enemigos, nos exige que "no temamos a los que pueden matar el cuerpo pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo". El coraje del cristiano tiene una fuente secreta y segura: la confianza en el Dios infinitamente bueno con el que confía en su amor de Padre misericordioso. Es cierto que testimoniar el Evangelio es siempre un martirio: si no de sangre, al menos de espíritu, pero Dios sabe proteger, confortar, fortificar a sus mártires incluso en medio de las adversidades más crueles. Una cosa aborrece el Señor, que el discípulo se avergüence de su Maestro, que esconda su condición; esto equivale a renegar la propia fe y la paga será que el Señor le reniegue delante de su Padre que está en los cielos.

El libro de Jeremías, que parece un Evangelio escrito con anticipación, nos relata hoy las dificultades que el discípulo tiene que afrontar para permanecer fiel al Maestro y transmitir a los demás sus enseñanzas. Jeremías tuvo que sufrir muchísimo para permanecer fiel a su misión; se le opusieron hasta los amigos y familiares. Experimentó plenamente la advertencia del Evangelio de que los enemigos del hombre (es decir, del discípulo) serán los de su propia casa. A pesar de todo, el profeta supo vencer el abatimiento y la tentación de abandono, hasta exclamar: "El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo". La confianza de Jeremías en la fidelidad de Dios se transforma en esperanza, la esperanza en certeza que se expresa en una oración de alabanza: "Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos".