XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 21, 28-32: "Voy, Señor"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Voy, Señor"

La Palabra de Dios de este día estremece positivamente a cada cristiano y a la Iglesia entera, haciendo tambalearse las falsas seguridades de los miembros del Pueblo de Dios.
Es innegable que algunas de las certezas erradas que el profeta Ezequiel reprocha a los hebreos en la primera lectura de hoy se han convertido en patrimonio de los creyentes en Cristo; por ello los reproches que el profeta dirige a sus contemporáneos, sirven también para nosotros. Los hebreos pensaban que agradaban a Dios por ser descendientes de Abraham y ser el pueblo elegido; pero el profeta que les aclara de parte de Dios, que la pertenencia a su pueblo es importante, pero no lo es todo. Lo que más cuenta es la pertenencia personal a Dios, sin la cual no sirve para nada pertenecer a la Iglesia. El hombre no es justo por pertenecer al pueblo que Dios ama, sino en tanto en cuanto demuestra amar a Dios con una coherente conducta vital. Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió, nos dice Ezequiel. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo, y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Es una sublime dignidad pertenecer al pueblo de Dios, pero es necesario ser conscientes de cómo la vivimos.

Escuchemos el Evangelio: Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña". Él le contestó: "No quiero". Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: "Voy, Señor". Pero no fue. Son diversas las posibles interpretaciones de la parábola de hoy. Desde el punto de vista histórico inmediato nos estaría describiendo la actitud de hebreos y paganos hacia Jesús. Los primeros, que se habían mostrado deseosos de acoger al Mesías prometido, rechazan su predicación cuando la acogida del Esperado de las naciones se transforma en un deber presente. Los paganos, por el contrario, se muestran bastante refractarios al primer impacto con el Evangelio, pero después lo acogen cordialmente convirtiéndose en masa en discípulos de Cristo.

Una estimulante interpretación para nosotros creyentes, debe admitir desde el principio que en la Iglesia hay muchos cristianos que dicen "si" y después hacen "no". Por desgracio entre esos cristianos de apariencias podemos encontrarnos también nosotros. Si nos olvidamos que la unión personal con Cristo no se demuestra con hermosas palabras, sino con la prueba de las obras, somos falsos discípulos del Señor. Jesús lo ha dicho con claridad al afirmar: "No entrará en el Reino de los cielos el que me dice: ¡Señor, Señor!, sino el que hace la voluntad de mi Padre".

No parece que la parábola tenga dos mil años. Cada uno de nosotros al oírla estamos obligados a hacernos la siguiente pregunta: ¿También soy yo un hijo que obedece de palabra y desobedece con las obras? La misma Iglesia -como comunidad de los hijos de Dios- se siente interpelada por la parábola de los dos hijos y está obligada a preguntarse si las palabras que proclama tienen la conveniente respuesta en las obras que cumple. Como cada cristiano se debe interrogar si trabaja y cuánto por la propia santificación y, también, por el espíritu misionero por el que está animada. La viña del padre es amplia como el mundo, y los obreros que en ella trabajan son pocos. Sólo una Iglesia fuertemente orientada hacia la misión puede estar segura de no responder con hipocresía al Padre que la manda a trabajar en su viña. Evidentemente, cuando decimos Iglesia hablamos de todos y cada uno de nosotros. La Iglesia no es una realidad que nos transciende: es la familia que nos une en cuanto está hecha con todos nosotros. El espíritu misionero es el resultado de la oración, de los sacrificios, de las actividades evangelizadoras que sus hijos saben producir para obtener que la viña sea trabajada y fructifique abundantemente.

Para poder sentirnos confortados y animados, S. Pablo nos habla hoy de la comunidad de Filipo, que se convirtió en la Iglesia del "si". El secreto no es otro que tener entre nosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús: humildad y obediencia. Cristo humillado en la obediencia al Padre, para ser luego ensalzado a la gloria que le corresponde por naturaleza en los cielos.

Gritemos con el Salmista: Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna.