XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 22, 15-21: "Dad a Dios lo que es de Dios"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Dad a Dios lo que es de Dios"

La Palabra nos presenta hoy lo que podríamos llamar el "Díptico de los Emperadores paganos". En la primera tabla aparece representado Ciro, Emperador de Persia; en la segunda, Tiberio César, Emperador de Roma.

Isaías nos habla de Ciro como del Ungido del Señor, a quien lleva de la mano. Las palabras que le dirige, son muy parecidas a las que Dios había dirigido a Moisés cuando le encargo liberar a los Hebreos de la esclavitud de Egipto: "Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro". Sí, sin duda alguna, Ciro fue un segundo Moisés que libró a los Hebreos de la esclavitud de Babilonia. Y como Moisés fue figura del Mesías, así Ciro fue figura del verdadero liberador del pueblo de Dios. Fue en el 538 antes de Cristo, en su primer año de reinado en Babilonia, cuando Ciro permitió a los Hebreos deportados en esclavitud que volvieran a su tierra, reconstruyeran Jerusalén y el templo que Nabucodonosor había destruido. Y es que en la manos del Rey de los Cielos, también los emperadores de la tierra forman parte de un juego que les supera y que ni siquiera sospechan.

Desde el Edicto de Ciro hasta los acontecimientos que nos cuenta el evangelio de hoy, han pasado ya 500 años, un tiempo más que suficiente para que el pueblo elegido pudiese meditar sobre su historia y en la escucha atenta de los profetas, preparándose así a recibir a su verdadero Liberador, aquel que Moisés había anunciado proféticamente y que Ciro insinuaba levemente. Por desgracia la conducta del pueblo fue muy diversa de la que esperaba Dios. En vez de descubrir el verdadero rostro del Mesías, los Judíos se imaginaron uno conforme a sus gustos, de modo que cuando llegó el Liberador fue rechazado, maltratado y eliminado. Sí, es una actitud incomprensible, pero no es muy diferente de la que adoptamos los cristianos, cuando con frecuencia desearíamos un Salvador muy distinto del que se nos ha dado. Y es que, a fin de cuentas, los hombres del Antiguo y del Nuevo Testamento quisiéramos que Dios hiciese nuestra voluntad, en vez de hacer nosotros la voluntad de Dios.

El Evangelio nos muestra hoy cómo el pueblo elegido está dividido en facciones, cada una de las cuales tenía una idea diversa de la liberación que Dios había prometido. Sus visiones diversas les llevaban a estar en continuos enfrentamientos, uniéndose, solamente, para ir contra Jesús, como ocurre en el evangelio de este día.

Estamos ya en la segunda tabla de nuestro "Díptico", la que representa al Emperador Tiberio. Fariseos y herodianos mandan a sus discípulos a Jesús para tenderle una trampa y poder así acusarle. Le hacen esta pregunta: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie... ¿es lícito pagar impuestos al César o no? César, lo sabes, es el Emperador Tiberio, tan odiado por los Judíos. La trampa está bien urdida, pero Jesús la descubre inmediatamente, respondiendo: "¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto. Él les preguntó: ¿de quién son esta cara y esta inscripción?" Le respondieron: "Del César". Es interesante ver cómo Jesús contempla la imagen de Tiberio. Él sabe que dentro de pocos días aquellos fariseos y herodianos pedirán y obtendrán su muerte gritando a Pilatos: No tenemos otro rey que al César. Él sabe que morirá en nombre de aquel emperador que ni sabe ni quiere saber nada de Él. También Tiberio, como Ciro, estará sin saberlo en las manos del Rey de los Cielos para poder llevar a término sus planes de salvación. La respuesta de Jesús: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", es suficientemente clara y llena de significado.

La Primera Carta a los Tesalonicenses -que quizás es el primer escrito del Nuevo Testamento- nos ofrece hoy una exhortación para que nos distingamos por la "actividad de nuestra fe", por el "esfuerzo de nuestro amor" y por el "aguante de nuestra esperanza en Jesucristo Nuestro Señor". Si practicamos con sinceridad estas virtudes, sabremos dar a Dios lo que es Dios y al César lo que es del César. Nosotros cristianos tenemos una vocación y una misión. La vocación es la santidad, la misión es hacer penetrar en la historia el evangelio de la justicia y de la paz.