XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 23, 1-12: "No hagáis lo que ellos hacen"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"No hagáis lo que ellos hacen"

Siempre ha habido personas cuya única finalidad en la vida es hacer de "policía" de los demás para pillarles en algún renuncio y así poder ir rápidamente a denunciarles. Es lo que hacían los fariseos y escribas con Jesús; siempre estaban detrás de Él, incluso le hacían preguntas comprometedoras. En el evangelio de este día, es el Señor quien nos los presenta directamente y los desenmascara delante de la multitud y de sus discípulos. Aunque los escribas pertenecían al partido de los fariseos, se distinguían al constituir un grupo encargado de custodiar la Ley y su interpretación, función ésta que fue introducida por Esdras, el escriba que restableció el culto en Jerusalén tras el exilio de Babilonia.

Hoy, dice el Señor a los escribas: "En la Cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen". Estas palabras se han convertido en piedras en las manos de los que quieren condenar a personas e instituciones de la Iglesia, acusándolas de retrasos e infidelidades al Evangelio, o bien, culpándolas de haber abierto una brecha entre las enseñanzas que transmiten y las acciones que realizan. Resuena así la vieja acusación de que "no es lo mismo predicar que dar trigo". No se quiere distinguir entre la Iglesia-cuerpo de Cristo, que es santa, y las personas que la componemos, pecadores llamados a continua conversión. Si algunos de estos críticos, antes de lanzar las piedras, pensasen por un instante con sinceridad y caridad fraterna, sus reproches irían dirigidos a la aceptación y el estímulo hacia la conversión de la que todos estamos tan necesitados. Y deberían recordar, también, aquellas palabras del Señor: "El que está sin pecado, que tire la piedra".

Sí, entre nosotros se encuentran, también, muchos escribas camuflados de profetas que nada hacen en sus vidas por vivir el Evangelio y, no obstante, adoptan la actitud de maestros de la moralidad evangélica. También ellos se han sentado en la Cátedra de Moisés, pero no enseñan la ley del Decálogo. De ellos el Señor condenaría en bloque sus enseñanzas y sus obras y afirmaría sin tapujos: No hagáis lo que ellos dicen ni lo que hacen. Quizás no lían fardos pesados e insoportables y se los cargan en las espaldas a la gente, como hacían los antiguos escribas, sino que afirman que la "moral objetiva" no existe, por lo que cada uno puede hacer lo que quiera, ya que en nombre de la libertad todo está permitido. No, no comprenden que si eso fuera verdadero, se eliminaría todo tipo de barrera hacia el mal.

Además de condenar con dureza a los escribas, los fariseos de estricta observancia, Jesús no hace menos con los demás fariseos, ya que están fuera del camino recto. Sus culpas más graves son la hipocresía en la vida religiosa y la vanidad en las relaciones sociales. La hipocresía es hija de la malicia y merece, por tanto, una dura condena; mientras que la vanidad es hermana de la estupidez, por lo que Jesús la trata con un poco de ironía. Los fariseos realizaban los actos de culto divino con escrúpulo y teatralidad, no, ciertamente, para la gloria de Dios, sino del hombre. El fariseo no esperaba de la práctica religiosa el perdón de los pecados cometidos o el cambio de la propia vida, sino la admiración y los elogios de los hombres. Estaba convencido de ser perfecto, de no tener necesidad de Dios. De estas actitudes equivocadas nace la vanidad. La gente debe conocer, admirar y exaltar estos hombres superiores, por lo que siempre están buscando honores: "Les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente les llame 'maestros'". Sí, todos llevamos en lo profundo de nuestro corazón un rasgo de fariseísmo. Sólo los grandes santos, con mucho empeño, han sido capaces de eliminarla de sus vidas. A nosotros nos toca clarificar nuestra existencia.

Ya el Profeta Malaquías nos impulsaba hoy a adquirir la humildad, la sinceridad, el verdadero amor a Dios y al prójimo. San Pablo, el fariseo convertido, nos manifiesta su gozo por haber sabido convertirse en pequeño como un niño con los Tesalonicenses, y por haberles servido y alimentado, espiritualmente, como una madre cuida de sus hijos.

Que el Señor haga realidad el deseo del Salmista, que es nuestro deseo: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor.