III Domingo de Adviento, Ciclo A
Mateo 11, 2-11:
"¿Eres Tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"¿Eres Tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?"

La pregunta lanzada hoy a Jesús, por encargo de Juan Bautista, es ardiente como las arenas del desierto, como el espíritu en llamas del Precursor. Durante siglos, la humanidad se ha preguntado con el mismo ardor por el Dios misterioso que está siempre viniendo. Nuestra generación, acaso con otros acentos, indaga también a Dios.

Hoy Isaías, con su "pequeño Apocalipsis", expresa la exultación desbordante ante la proximidad del juicio salvador de Dios, que hace volver a su pueblo a Sión. Este gran acontecimiento se realizará cuando llegue Él, el Mesías prometido y anunciado. Sí, el Señor cumple las promesas antiguas y, entonces, "Él vendrá y nos salvará" y realizará los grandes prodigios que los pobres no podían ni soñar.

Este que había de venir, cumplido el tiempo, es Jesús, el hijo de María y José, de Nazaret. Hoy Juan quiere cerciorarse de su condición mesiánica. Por eso, no se anda con rodeos. A la cárcel, donde se encuentra prisionero por ser testimonio de la verdad, han llegado los comentarios que están en la calle sobre Jesús. Ciertamente, Juan está desconcertado: la esperanza en el que ha de venir, en el Cristo, se apoya en una idea de poderío y grandeza mesiánicas, que él mismo ha predicado, pero que no concuerdan con la impotencia y pequeñez que Jesús pone de relieve.

No, Jesús no respalda su mesianidad con grandes discursos. Se limita a recitar las palabras de la profecía de Isaías: "Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia." No, no cuentan los milagros, lo que realmente cuenta y es decisivo en su misión es la proclamación de la Palabra de Dios a los pobres. El signo y la Palabra aparecen conjuntamente. Es el tiempo mesiánico en el cual se concede al hombre el perdón de los pecados, el ser hijos de Dios, la alegría de un mundo nuevo. Con Jesús es Dios mismo el que irrumpe entre nosotros. Esta es la mejor respuesta a la pregunta de Juan.

Grande es el aprecio de Jesús hacia el Bautista. No, no mide su grandeza por los criterios mundanos, va incluso más allá de los elevados criterios religiosos del Antiguo Testamento que sitúan a Juan en la línea de los Profetas. Su verdadera grandeza radica en que en él comienza la plenitud definitiva, largamente anunciada por los profetas. Él es más que Profeta, está más allá de los profetas, abriendo ya inmediatamente el camino al que viene. Él es el Precursor mismo del Mesías. Y aquí radica su grandeza y a la vez su pequeñez. Su grandeza, porque a nadie ha cabido tal honor; pero, a la vez, su pequeñez, porque esta misma función le hace desaparecer ante el que en realidad es el Grande: pequeñez, porque como Precursor se queda en el umbral, en la parte de allá. Es sólo el expectante. Por eso, el más pequeño que pertenezca de hecho a la nueva fase de la Historia de Salvación instaurada a partir de Cristo, ése es mayor que Él.

Santiago nos exhorta hoy a la paciencia ante las tribulaciones, porque "la venida del Señor está cerca". Y es que, muchas veces la espera del Señor nos impacienta, porque no vemos nada de extraordinario, "ningún ciego recupera la vista, ni resucita algún muerto"... Es entonces cuando nuestra espera se convierte en rutina, en inercia, cuando sin darnos cuenta, desconectamos. La paciencia de la que nos habla Santiago nos hace vivir en tensión los días de la espera. Quizás para alguno de nosotros, ¿quién sabe?, "El Señor está cerca"; está cerca con su gracia, está cerca en su Iglesia. La fe consiste en una gran paciencia que ni lo ordinario ni lo hostil debe alterar. Sólo por medio de la paciencia nuestra fe tendrá la posibilidad de encarnarse en la historia y ser el signo de la presencia de Cristo, instaurando, poco a poco, el Reino de Dios entre los hombres.