Epifanía del Señor
Mateo 2, 1-12:
Venimos de Oriente para adorar al Rey

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

Is 60,1-6: ¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz!
Salmo 71: Se postrarán ante ti, todos los reyes de la tierra.
Ef 3,2-6: Ustedes son coherederos, partícipes de la misma promesa
Mt 2, 1-12: Venimos de Oriente para adorar al Rey

Venimos de Oriente para adorar al Rey

Comienzan las lecturas del domingo de la Epifanía del Señor con un oráculo de consuelo para Jerusalén, la ciudad tantas veces asediada, tomada y destruida. Jerusalén aparece representada como una mujer, madre y esposa, a quien se anuncia el regreso de sus hijos dispersos y lo hace invitándola a levantarse porque llega su luz, la gloria del Señor.

La imagen de las tinieblas sobre el mundo que son barridas por el sol divino, por la luz de una nueva aurora, es una imagen recurrente a todo lo largo de la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Una imagen, por otra parte, presente en la mayoría de las religiones y de las culturas antiguas y modernas. Luz de la verdad y la justicia, de la bondad y la misericordia divinas que se compadecen de nuestros males. La luz que caracteriza la fiesta de la «Epifanía» (manifestación) que estamos celebrando.

En la lectura tomada de la carta a los Efesios también se habla de Epifanía, de manifestación y revelación de cosas ocultas. No para desconcertarnos o sumirnos en el temor, sino todo lo contrario, para llenarnos de alegría al conocer el plan misterioso de Dios. «Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio». Es el fin ideal de todo particularismo y discriminación, de toda exclusión o segregación. «Gentiles» somos todos los pueblos de la tierra que no estamos étnicamente vinculados con el judaísmo. Ellos, los judíos, se consideraban el único pueblo elegido. Ahora comparten su elección con la humanidad entera, «en Jesucristo», «por el Evangelio». Ahora ven, admirados, cómo los pueblos vienen a Jerusalén, representados en los magos de Oriente, y se postran ante Jesús ofreciéndole sus pobres dones materiales, para recibir, en cambio, el abrazo amoroso de Dios.

Decíamos que es el fin ideal de todo particularismo, pero eso hay que convertirlo en realidad, sabiendo que así como Dios no hace acepción de personas, tampoco nosotros podemos hacerlas. Que hemos de convertir en realidad aquello de que «todo hombre, todo ser humano, es mi hermano». Que no existe razón alguna para despreciar a nadie, ni por su raza, ni por su lengua, ni por su religión, ni por su particular cultura, ni por su condición social, ni por ninguna razón. A todos se quiere manifestar el Señor.

Si hemos sido elegidos por Dios, para ser depositarios únicos de la salvación, no por eso somos mejores que los demás. El evangelio de Mateo fue escrito para cristianos que habían sido judíos, que podían seguir creyendo que sus privilegios de pueblo elegido seguían vigentes. San Mateo les enseña que ya no es así, que ya no hay privilegios, o que a todos los seres humanos alcanza lo que era exclusivo para ellos. Y se los enseña por medio de la escena que acabamos de leer: unos magos venidos de Oriente preguntan por el recién nacido rey de los judíos, cuya estrella han visto en el cielo.

Cualquier pueblo, cualquier hombre o mujer de buena voluntad, que busque sinceramente el bien, la justicia y la paz, puede verse representado en esos magos orientales que nuestra imaginación cristiana ha dibujado con trazos tan amables. No son las simpáticas figuras del pesebre con sus camellos y dromedarios, con sus nombres exóticos, con el lujo de sus vestiduras y su séquito como de cuentos de hadas. Somos todos los que buscamos la verdad y el amor, los que guiados por ese anhelo, como si fuera una estrella, encontraremos a Jesús, y le podremos ofrecer lo mejor de nosotros mismos, porque reconocemos en Él al mismo Dios hecho humano.

De esto es símbolo la Epifanía: la manifestación de Dios, del verdadero y único Dios, a todos los pueblos, a todos los seres humanos; no en la potencia de su soberanía, ni de sus exigencias, sino en la debilidad de un niño humilde en brazos de su madre, apenas protegidos los dos por un humilde carpintero.

La fiesta de la Epifanía es una ocasión privilegiada para asumir el esfuerzo que está haciendo el Papa Benedicto XVI para promover el diálogo de religiones, y la reformulación del cristianismo y de su teología a la luz de planteamientos que tengan en cuenta esa pluralidad de religiones.