XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 11,25-30:
Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Te doy gracias, Padre

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

Za 9,9-10: Tu rey viene a ti montado en un burro
Salmo 144: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío.
Rm 8,9.11-13: Mediante el Espíritu, ustedes vivirán
Mt 11,25-30: Nadie conoce al Padre sino el Hijo

Te doy gracias, Padre

El evangelio de Lucas relata este mismo evangelio de Mateo que leemos en este Domingo 14 del Tiempo Ordinario, pero comienza de forma ligeramente diferente; en vez de decir como Mateo que Jesús exclamó, dice: “Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó…” Cuando uno está lleno del Espíritu santo está alegre. Y cuando está alegre ¿qué exclamación sale de dentro? ¡Engrandece mi alma al Señor!, que dijo la Santísima Virgen María, o “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra”. Así es como reza Jesús.

Había enviado a setenta y dos discípulos a anunciar el reino de Dios por todos los pueblos. Al regreso, ellos comparten con Jesús su éxito: hasta los demonios se someten en su nombre. Es entonces cuando Jesús pronuncia esta oración. Jesús alaba a Dios no porque los apóstoles han podido echar demonios, sino porque las cosas de mucha sabiduría sólo las entienden los pequeños, los sencillos. Termina alabando a sus discípulos por que se están cumpliendo lo que muchos profetas y reyes esperaron. En Jesús se revela al Mesías esperado pero de una manera nueva, en los humildes y sencillos, porque Dios ha querido manifestarse en los sencillos.

Y este es el gran tema que nos propone Mateo: conocer a Dios. Sólo conoce a Dios el hijo, su Hijo. Muchos libros y ríos de tinta hemos gastado los hombres en teología, es decir, tratados sobre Dios, sobre lo que los hombres hemos pensado y conocido de Dios, pero ante estas palabras de Jesús parece que todos los libros del mundo para describir o definir a Dios son inútiles. "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.

El evangelio de Mateo nos presenta a Jesús con las características mesiánicas que aparecen en la primera lectura, la profecía de Zacarías: “mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica”, una persona pacífica y humilde, dispuesta a hacer realidad la utopía de Dios. Por esta razón, Jesús no se identifica con los ideales del Mesías propios de su época: ni el más mínimo asomo del militar aguerrido capaz de enfrentarse al imperio romano; ni con el sacerdote que transformaría el santuario de Jerusalén, ni con el gobernante extraordinario que congregaría al pueblo de Israel disperso por el mundo.

Jesús no comparte estos proyectos, sino el de Dios: la mansedumbre y la humildad. Valores como los del pacifismo y la humildad eran y son tan urgentes como necesarios. El pacifismo o la mansedumbre obliga a asumir actitudes dinámicas de transformación social pero, al mismo tiempo, no se rinde ante la imparable lógica de la violencia. La humildad, por su parte, exige reconocer en cada momento los propios límites de la existencia y las barreras intrínsecas de la historia. Humildad y pacifismo hacen de un proyecto tan grandioso e imponente como el reino de Dios, algo al alcance de los pobres y excluidos.

Jesús insiste en la necesidad de asumir el ‘suave yugo’ de la vida comunitaria y la ‘ligera carga’ de las opciones evangélicas. Pero, atención, esto no es para todo el mundo. Es necesario madurar la fe y crecer como personas antes de meterse en este proyecto. Porque para quien no ha crecido en la dinámica de la comunidad, sino que ve todo desde ‘afuera’, desde los valores sociales vigentes, los ideales de Jesús son una carga abominable y el ideal de la cruz una ideología insufrible. No podemos pedirle a cualquiera que asuma la inmensa responsabilidad del pacifismo si toda su vida ha creído que la ‘ley del revolver’ es un destino inexorable. No podemos pedirle mansedumbre a una persona a la que siempre le han enseñado que el control de los demás, las ambiciones de ascenso social y el arribismo son las herramientas para ‘progresar’ en la vida.

Jesús quiere una comunidad donde los lazos de solidaridad, afecto y respeto hagan de un grupo humano una gran familia consagrada a la realización del reino. Una comunidad donde los sencillos, los pequeños, hallen un lugar de importancia y sean los gestores de una nueva manera de organizar las relaciones interhumanas. Porque, como dice Pablo, sólo el ser humano espiritual, o sea, el ser humano que se ha abierto a la acción del Espíritu de Dios, es capaz de vivir la vida a plenitud, es decir, en gozosa aceptación y armonía con la humanidad.