IV Domingo de Adviento, Ciclo A.
San Lucas 1,39-45

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Amigos, estamos a las puertas de la navidad, hemos llegado al cuarto domingo del Tiempo de Adviento. Meditaremos este domingo con el Profeta Miqueas, con el salmo 79, la Carta a los Hebreos y el capítulo primero del evangelio según san Lucas. Hoy el protagonismo es de nuestra madre del cielo, la Virgen María, el cuarto personaje del tiempo de adviento.

El profeta Miqueas hace el anuncio de que Belén, pequeña entre las aldeas de Judá, tendrá el gran privilegio de ver surgir en su seno al jefe de Israel. Un jefe de origen antiguo, de tiempo inmemorial, que pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Un jefe que traerá la tranquilidad a todos los pueblos, hasta los confines de la tierra, que traerá la paz. Y Belén vio nacer al Mesías, como nos lo cuenta el evangelio de Lucas, gracias a que el emperador envió un decreto para que los nativos de cada pueblo fueran a sus lugares a censarse, y José con su esposa María, que estaba encinta, fue a esa pequeña aldea y se dio el tiempo del parto. Pero esto lo veremos el propio día de navidad. Lo que nos interesa de la lectura del profeta Miqueas es que Dios se hace presente en la tierra de la forma más humilde, naciendo en una pequeña aldea, naciendo pobre, como un recién nacido frágil. Toda la grandeza de Dios se rebaja para hacerse uno de nosotros, se anonada, como dice Pablo. Pero gracias a ese “rebajarse” y hacerse uno de nosotros, nos ha traído la salvación y la gracia. Belén, bendito pueblo que vio nacer al sol que viene de lo alto.

La carta a los Hebreos nos presenta de una manera clara lo que es la naturaleza de este Mesías que nace, del Cristo que nos salva. El autor de la carta dice que Cristo entró al mundo y no pidió ni sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos ni víctimas expiatorias. Es más, afirma la misma carta, él se entregó a Dios para hacer su voluntad. Y con esa oblación u ofrenda de Jesucristo, hecha una sola vez para siempre, todos hemos quedado santificados. Esta es la mayor gracia que como hijos de Dios podemos tener, la santificación que Cristo nos ofrece por medio de su espíritu y que nosotros construimos día a día con las buenas obras. Sin merecerlo, Dios que es tan bueno nos ha dado la salvación y la vida con el sacrificio de su Hijo en la cruz, y con su resurrección no ha abierto el camino hacia el cielo. Un camino que en este tiempo de Adviento la Iglesia nos pide retomar con la conversión.

María es la protagonista fundamental del misterio de la encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, el Mesías. Si bien no tenemos muchos datos biográficos de ella por los evangelios canónicos, la tradición nos la presenta como una joven consagrada a Dios, entregada a su servicio, en permanente oración. Una joven que como las demás de su época tenía que casarse, porque en Israel y en el culto que Dios a su pueblo, no existe la consagración de la mujer como si existe para el varón en la clase sacerdotal. La mujer podía dedicarse al templo y al servicio de Dios con la oración, como tenemos el caso de la profetisa Ana, que veremos su acción en el momento de la presentación del niño en el templo. María estaba desposada con José, estaba prometida y la misma tradición nos dice que entre ellos había un pacto de castidad, por amor a Dios. Y Dios la escoge como la madre de su Hijo, la hace concebir con la acción del Espíritu Santo, y se convierte en la madre de Dios y de todos nosotros. Y apenas con poco tiempo de embarazo se pone en camino para asistir a su prima Isabel, que en la ancianidad había concebido un hijo, porque para Dios no hay nada imposible. Y le lleva no sólo al Hijo de Dios en su vientre, sino que es portadora del Espíritu Santo que transmite a la prima y al fruto de su vientre, el futuro Juan el Bautista. María nos da ejemplo de lo que significa concebir a Dios, darlo a la luz. Y eso mismo es lo que tenemos que hacer nosotros: concebir en nuestros corazones a Jesús, abrirle nuestra alma, darle vida en nuestro ser, llevarlo a los demás, compartirlo con quienes nos rodean. María nos enseña que hay que darle un espacio importante a Dios en nuestras vidas, en nuestros corazones. Sólo así gozaremos la presencia del Espíritu Santo que nos dan el Hijo y el Padre para que seamos sus fieles testigos en esta tierra.

Ya cercana la navidad te invito a que imites el ejemplo de María. Mujer sencilla, mujer trabajadora, mujer preocupada por sus hermanos, que acude en los momentos en que más necesitan. Mujer entregada a Dios con todo su ser, que está en constante oración y relación con su Dios y Padre. Que lleva a su Hijo, Dios también, a todos los que necesitan el consuelo, la salvación. Pide a María la gracia de ser como ella y que te dé una feliz navidad.