II Domingo de Pascua o de La Divina Misericordia. Ciclo A.
San Juan 20, 19-31

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Iniciamos la segunda semana del tiempo pascual con este domingo dedicado a la Divina Misericordia del Señor, como se dice en la oración colecta de la misa de este día: “Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales…”. Una fe en el Dios misericordioso que fue impulsada con gran intensidad por el amado Papa Juan Pablo II, que falleció hace 5 años en la víspera de esta celebración. En este Ciclo A de lecturas dominicales la Liturgia de la Palabra nos propone meditar el capítulo 5 del Libro de los Hechos de los Apóstoles, el primer capítulo del Libro del Apocalipsis y el capítulo 20 del Evangelio según san Juan. El salmo responsorial es el 117 que habla de la misericordia de Dios: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

Uno de los signos de la llegada del Reino de los Cielos, y del Mesías prometido, es que el pueblo es consolado en sus sufrimientos, es curado en sus enfermedades, es promovido dejando la pobreza, y se construye un ambiente donde reina la paz. Si bien los acontecimientos finales de la vida de Jesús fueron violentos, sobre todo su muerte en la cruz, dentro del plan de salvación de Dios, esa era una etapa que había que cumplir para poder derrotar al enemigo en lo que era su victoria, el haber introducido la muerte con el pecado. Y cuando decimos muerte no nos referimos al hecho biológico de dejar de existir, de perder los signos vitales y descomponernos en el sepulcro o la tumba. La muerte introducida por el pecado es la muerte eterna, la muerte ante Dios para pertener al enemigo. Jesús, al cargar con nuestros pecados, y al resucitar le ha dicho al enemigo que no tiene la última palabra, sino que la misericordia de Dios es muy grande para con sus hijos, que si alejan por el pecado, él les espera para perdonarles y devolverles la gracia. El relato de los Hechos de los Apóstoles va en esta dirección. La enfermedad, la pobreza, el abandono, y por supuesto la muerte física, eran los signos en la antigüedad de la desgracia, del abandono de Dios. Jesús cuando desarrolla su ministerio público pasa haciendo el bien, curando y sacando demonios, liberando a las personas de sus sufrimientos. Los apóstoles, después de la resurrección, y cuando fueron confirmados en la fe y recibieron el Espíritu Santo, obran las mismas maravillas, siguen llevando el alivio a los enfermos, y siguen predicando la buena noticia de la salvación de Dios. Una salvación que ha llegado con la resurrección de Nuestro Señor.
La segunda lectura de este segundo domingo de pascua nos presenta el inicio del Libro de la Revelación, que es la traducción de la palabra Apocalipsis. Juan, desterrado en la isla de Patmos por haber predicado la palabra de Dios, un domingo, el primer día de la semana cae en éxtasis, y escucha una voz estruendosa, como de trompeta la define el mismo apóstol, que le pide que escriba lo que va ver, y que lo envíe a las 7 iglesias de Asia. Y quien dice que escriba es una figura humana, vestida de larga túnica, que se define a sí mismo como el primero y el último, el que vive, el que estaba muerto y ahora vive por los siglos de los siglos. El que tiene las llaves de la Muerte y del Infierno. En definitiva, sería la definición del Señor Resucitado a quien se le ha dado todo poder en el Cielo y en la Tierra, y bajo tierra, si usamos esta palabra para definir al infierno. Esta revelación la recibió Juan hacia el año 95 de nuestra era, es decir, unos 60 años después de la resurrección de Jesús, cuando la Iglesia estaba sufriendo una feroz persecución y la revelación quería, con su lenguaje particular, ofrecer sostén a los cristianos perseguidos. El Resucitado acompaña siempre a su Iglesia, en especial en los momentos de persecución.

El final del evangelio según San Juan nos presenta las apariciones de Jesús, el mismo día de la resurrección, el primer día de la semana, y después otra que sucedió a los 8 días, el otro primer día de la semana. Así como la creación del mundo Dios la inició el primer día, y después concluyó en una semana, con el descanso incluido, la nueva creación se produce el primer día de la semana con la Resurrección del Señor. Y los testigos de la resurrección son los apóstoles y la primera comunidad, que se reúne para compartir la alegría de la buena noticia. En la primera aparición no está Tomás, quien no cree en lo que le cuentan sus compañeros, que han visto al Señor. Su incredulidad se ve superada cuando en la nueva aparición, a los 8 días, estando él con sus compañeros, Jesús se aparece y le habla expresamente, recriminando su falta de fe. Y Jesús pronuncia la bienaventuranza que todos vivimos hoy: Dichosos los que crean sin haber visto. Nosotros somos dichosos porque, a 2000 años del acontecimiento, creemos en el testimonio de la Iglesia que nos confirma que el Señor ha resucitado y nos ha enviado su Espíritu. La fe, nuestra fe, se basa en el testimonio de tantos creyentes que a lo largo de los siglos han vivido en primera persona la gracia del Señor resucitado, y nosotros también recibimos esa gracia en los sacramentos. Lo único que se nos pide es que sigamos comunicando a los hermanos que creemos en el Señor que nos ha dado la vida y la gracia, en el que era y el que es, en el Señor Jesús.