XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Monseñor Rubén Oscar Frassia 

 

 

Evangelio según San Lucas  20,27-38

La Resurrección de los muertos 

El Evangelio de este domingo nos coloca ante un tema fundamental y central: la vida y la muerte. Parece que es un tema triste, “¡cuidado, cómo vamos a hablar de esto!” No, no. Tenemos que hablar porque, para enaltecer la vida, tenemos que saber y aceptar la muerte. No negarla por más que hoy veamos que muchos niegan la muerte y al negarla así, tampoco aceptan la vida.

Hay muchas cosas por decir. En primer lugar, Dios es Dios de vivos, que ha entrado en nosotros y en la humanidad al darnos a su propio Hijo, el verdadero Dios y verdadero Hombre, que es Jesucristo, el Mesías, el enviado, el ungido. El asumió sobre sí el pecado del mundo y nuestro propio pecado. Cristo, ofreciéndose, muere y  resucita. El Padre le da el poder de la salvación, de la redención. 

Esto es muy importante porque con su poder y con su presencia, ya la muerte ha sido vencida y no tiene más sentido. Lo que tiene sentido es la VIDA y no la muerte. A su vez, la muerte física no tiene la última palabra. Porque la última y la primera palabra es VIDA y es DIOS. 

Decir “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, es decir que Dios está presente siempre, porque está metida en nosotros la idea de eternidad, de absoluto, del “para siempre”; Dios es Dios de vivos y no de muertos, porque los muertos no tienen la última palabra. La última palabra es la Resurrección y nosotros queremos acercarnos y vivir como resucitados. 

Hay dos maneras de entender esto: por un lado, el marxismo dice que como el hombre no soporta la finitud, el límite, inventa la religión para evadirse de un compromiso y de una realidad. Y por otro lado, el liberalismo dice que, como no hay nada después, hay que vivir y gozar acá en la tierra, ser totalmente libre y hacer todo lo que libremente se le antoje. Tanto uno como otro tratan de explicar y no explican, porque no pueden entender. Porque no entienden que el espíritu es el que da la vida, incluso a lo humano. No me cansaré de decir, entonces, que el mundo no es principio de sí mismo, sino que el mundo proviene de Dios. Como nosotros: venimos de Dios, caminamos con Dios y regresamos a El. 

En un párrafo estupendo de la carta titulada “Jesucristo, Señor de la Historia”, los obispos dicen “¿es acaso lo mismo si al fin del camino no hay nada ni nadie, o si en la meta de la existencia hay una presencia y un abrazo?” ¿Es lo mismo saber que nadie te espera?, o ¡qué distinto es, cuando alguien pasa el charco de la muerte, saber que hay Alguien que nos espera en casa! “Y en mi casa hay muchas moradas”, dice Jesús. 

Peregrinar la vida, engendrar y educar hijos, construir historia, apostar al amor y forjar futuro, no tienen los mismos motivos si el vacío lo ha de devorar todo, o si al final nos espera Alguien.

Y la presencia de la Resurrección en nuestra vida no nos exime del compromiso que tenemos. Porque yo creo en el Señor, en Dios y en la vida eterna, me comprometo acá, en la tierra, y amaso acá lo que voy a vivir allá.  

En teología se dice que ya estamos viviendo escatológicamente, anticipando el último tiempo, que es la presencia de Dios que nos da fuerzas para vivir el “cada día”, “el hoy” en la presencia de Dios. 

Vivamos como resucitados, como personas que tienen esperanza, que no estamos derrotados, que no estamos amargados, que no tenemos proyectos porque sí los tenemos porque Cristo es la Resurrección, la Vida y el Camino, “porque quien cree en Mi, aunque haya muerto, vivirá”                                                     

Nos apoyamos en Su Palabra, que es la Palabra de Dios y no es cualquier palabra. Y si Dios nos da Su Palabra ¡hay resurrección! ¡Y si El resucitó, también nosotros vamos a resucitar! 

¡Que vivamos como resucitados! 

Les dejo mi bendición: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.