Ordenaciones sacerdotales de los diáconos Marcelo Achaval y Maximiliano Bartel. Catedral diocesana Nuestra Señora de la Asunción.
Avellaneda Lanús - 24 de noviembre de 2007

Autor: Monseñor Rubén Oscar Frassia 

 

 

Queridos hermanos todos; queridos sacerdotes venidos de otras diócesis; queridas familias de los que se van a ordenar; querido pueblo fiel; queridos sacerdotes, diáconos, diáconos permanentes, seminaristas, religiosas: para todos nosotros este es un acontecimiento especial, de Gracia. Dios regala a la Iglesia, y en ella a nuestra diócesis, dos nuevos sacerdotes que el Señor ha elegido.

 

Tenemos que considerar lo que significa la vida del sacerdote, o el ministerio sacerdotal. Es decir un hombre elegido por Dios, sacado de entre los hombres, sacado de su familia, para estar más cerca del Señor, para que lo siga, para que lo imite, para que se revista de los mismos sentimientos de Cristo. Esta acción, esta imitación y este seguimiento, serían imposible realizarlos o llevarlos a cabo si fueran por voluntad personal.

 

Es una Gracia, porque es Dios que invita. ¡Es Dios quien nos elige! Nosotros no lo elegimos a El, es El quien nos elige y nosotros le respondemos libremente, con nuestra libertad personal, pero seguro que es iniciativa divina, iniciativa de Dios, para que ninguno se arrogue demás, para que ninguno se engrupa, para que ninguno crea que es capaz. Es Dios quien crea la capacidad de responderle, de imitarlo, de seguirlo hasta el final.

 

Al sacerdote, ministro de Dios, Dios lo bendice para siempre. ¡Toda su vida, queridos diáconos, van a ser sacerdotes! Por eso es importante que ustedes consideren que es para siempre, que ya no hay vuelta ni regreso para atrás. ¿Saben por qué me animo a decirles esto? Porque lo que Dios bendice no lo quita y si El no lo quita ¿por qué nosotros lo vamos a quitar? Si Dios lo da, también da la fuerza, la capacidad y la Gracia.

 

“¡No teman, Yo estoy con ustedes!”, les dice el Señor.

“¡No teman, Yo estoy en ustedes!”, les dice el Señor.

“¡No teman, Yo camino con ustedes!”, les dice siempre el Señor.

 

El sacerdote que se une a Cristo, se une a la Gloria. No se une simplemente a la cruz porque en El tenemos que considerar estas dos realidades: cruz y victoria. Pero la victoria es más fuerte que la cruz. Por eso uno tiene que vivir como resucitado, no como clavado en la cruz. ¡Como resucitado!

 

¡El Señor ha vencido al pecado y a la muerte!

¿Dónde está, muerte, tu victoria?

¿Dónde tienes tú poder, pecado, si El murió y resucito por ello?

 

Por eso tenemos que vivir como resucitados, porque en la vida se vive el espíritu, no se “dura”. Ciertamente el Señor nos llama a vivir esta expresión hasta el final y en plenitud: ¡Vivan alegres en el espíritu!

¡Cánsense por el Señor!

¡Consúmanse por El, por su Reino y por el pueblo de Dios!

¡No tengan miedo, pero no maten ni apaguen el espíritu que Dios pone en cada uno de ustedes!

 

El sacerdocio ministerial es unirnos a El por medio de la Iglesia, unidos al obispo, a los demás presbíteros, a toda la Iglesia. Por eso el sacerdocio no se puede vivir de una manera privatizada. Que cada uno se va a desarrollar según sus capacidades, sus gustos, sus individualidades, sus caprichos, pero, queridos hijos, el sacerdote es para Dios y, en concreto, unido al obispo, al presbiterio y al pueblo de Dios. No les quiten a Dios y al pueblo esa fidelidad y esa pertenencia. Es muy triste encontrar a un sacerdote que solamente viva para sí. Como también es muy triste cuando un matrimonio no se ama sinceramente. Es muy triste cuando una persona vive amargada sin saber vivir el proyecto que Dios le ha concedido.

 

El sacerdote que se une así, y a la Iglesia, tiene que ir buscando hacer la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es lo mejor que le puede pedir. En cada sacramento El rotundamente nos lo enseña. No somos nosotros, es El que por medio nuestro realiza la acción salvífica: el bautiza, consagra, perdona los pecados, unge a los enfermos. Todas las cosas que Dios realiza a través de los sacramentos, es el mismo Señor que pide y reclama de nosotros nuestra participación y colaboración.

 

Si uno es dócil y obediente entiende más y vive mejor.

 

Queridos hijos, ya pronto sacerdotes, es lo mejor que les ha pasado porque Dios no se equivoca. El les pide un sacrificio ¿saben para qué?, para amar más. El sacerdote que no ama más, está desconociendo su identidad. Ustedes están llamados para ser padre de todos, o padre de muchos, pero realmente tienen que amar más.

¡Por favor, amen a su familia!

¡Por favor, amen a su obispo!

¡Amen a sus sacerdotes, trátenlos bien!

¡Cuiden la fama, ayúdenlos!

¡Sean hermanos con los hermanos! Traten bien a pueblo fiel laico. No les amarguen la vida ni se la hagan imposible.

 

Estas cosas que son de Dios, tienen que ver con las cosas nuestras. Y cada uno de nosotros si quiere vivir en plenitud el ministerio que se nos ha confiado, tendrá que considerar estas cosas porque tendrán que ser renovadas, purificadas, encausadas y revitalizadas.

 

Querido pueblo de Dios y querida familia, Dios también los ha tocado a ustedes y les pide una alegría, un sacrificio, una entrega. Dios los toca y tienen que considerarse recibiendo esta bendición que Dios hace en ustedes, a través de vuestro hijo.

 

Vuestro hijo, será siempre vuestro hijo. Vuestro hermano, será siempre vuestro hermano. Pero también es importante reconocer el lugar y la importancia de que son sacerdotes. Cuídenlos y ayúdenlos a que sean universales, a que sean católicos, no los privaticen. Ayúdenlos a vivir para la Iglesia. Cuando uno decide ser sacerdote ya es para todos o para muchos. Si uno se encierra, está perdiendo una riqueza esencial: la catolicidad, la universalidad, el para todos.

 

Dios los bendice y también, querido pueblo fiel de las parroquias, de las comunidades, del barrio, de la historia de cada uno de ellos, ¡cómo Dios nos ama y nos bendice! Las oraciones de tantas personas, la perseverancia siempre fiel de rezar por las vocaciones sacerdotales y religiosas, la oración que se hace en la diócesis casi siempre en nuestras comunidades, el Señor las escucha porque quiere estar con nosotros.

 

Le damos gracias al Señor y le pedimos que siga llamando, del seno de nuestras familias, personas para distintas vocaciones que tenemos que vivir. Y acuérdense: no desconfiar, no tener criterios mundanos, no opacar ni reducir la Gracia de Dios. Si Dios llama y pide es porque primero da la Gracia. Y porque da la Gracia, puede pedir, puede exigir, y “en su nombre echamos las redes”,  y en su nombre le decimos que si. ¡Ven y sígueme!

 

Le pido esta Gracia a la Virgen para que ella interceda ante el Señor por ustedes y sepan que nunca, nunca, el corazón sacerdotal de ustedes, si está en Dios, jamás sentirá la soledad. La soledad es la del pecado, pero la Gracia expulsa la soledad.

 

Que la Virgen, San José, Santa Teresita, Nuestra Señora del Pilar, Santa Teresa de Jesús, nos anime a todos y los bendiga a cada uno de ustedes dos.

 

Que así sea.