Solemnidad de Pentecostés
San Juan 20, 19- 23: “Así como el Padre me envió, yo los envío a ustedes”

Autor: Monseñor Rubén Oscar Frassia 

 

 

Evangelio según San Juan 20, 19- 23 (ciclo A)

 

Evangelio: “Así como el Padre me envió, yo los envío a ustedes”

 

Realmente es algo increíble lo que nos dice hoy el Evangelio de San Juan; pero como en todas las cosas, para poder entender a la Iglesia y poder entender al Señor es necesario tener FE. Si no tenemos FE no descubrimos nada.

 

Si no tengo FE el pan seguirá siendo pan y el vino seguirá siendo vino después de la Consagración porque no tengo FE.

 

Si no tengo FE, el gesto que hace el sacerdote al absolverme los pecados, quizá me los reduce a mi tranquilidad sicológica pero no a mi cambio de vida y al perdón de mis pecados.

 

Si no tengo FE, no descubro la fuerza del Bautismo que cambia la vida de la persona que se bautiza.

 

Si no tengo FE, no puedo descubrir la fuerza del sacramento de la Confirmación, que es el Sello de Dios, el Beso de Dios, en mi alma para que yo sea Testigo del Señor y enviado para toda la gente dando testimonio que Dios está presente en la Iglesia y en el mundo.

 

Si no tengo FE, no voy a descubrir en el otro a mi hermano.

 

Y así podríamos decir muchas cosas.

 

 “Lo esencial es invisible a los ojos”, sí, pero lo esencial que es invisible, es lo más real, lo más objetivo, lo más verdadero: es el Espíritu. Por el Espíritu, y lo propio de Dios en sus atribuciones, sabemos que en la Santísima Trinidad el Padre está presente en el Hijo y el Hijo está presente en el Padre y el Espíritu Santo está presente en el Padre y en el Hijo; pero cada uno de ellos tiene una función propia para nuestro entendimiento.

 

Lo propio del Padre es Crear.

Lo propio del Hijo es Redimir, Salvar.

Lo propio del Espíritu Santo es santificar.

 

En esta Fiesta de Pentecostés, la Fiesta del Espíritu Santo, que es “capaz de hacer nuevas todas las cosas”, tiene que transmitirnos a nosotros y nosotros tenemos que asentir lo que Dios hace en nosotros.

 

Dice Jesús: “así como fui enviado, yo los envío a ustedes”; “como el Padre me envió a mí yo los envío a ustedes”, y Cristo nos da la Paz. Esa paz que tiene un precio que lo pagó Él por nosotros. Es una paz que es un don y que significa también una conquista.

 

La Iglesia nos repite, en Aparecida, que tenemos que ser discípulos-misioneros. ¡Y es cierto! Pero vamos a ser discípulos-misioneros si estamos convencidos de que somos enviados por Él. Y para poder ser enviado y cumplir con la misión, tenemos que pasar por la prueba del encuentro personal con Él. Cuando nos encontramos con Él, cuando Dios nos toca, nos tenemos que convertir. Y ciertamente el convertido es convertido en Apóstol de Jesucristo.

 

Pero ¿cómo vamos a misionar?, ¿cómo vamos a transmitir?, ¿cómo vamos a comunicar, si no tenemos la experiencia vital del Dios vivo, de Jesucristo? Por eso, como dice Benedicto XVI, nadie puede ser un buen misionero si primero no es un buen discípulo. El discípulo es el oyente, el que escucha bien. El que escucha bien, con atención, va a responder bien, en la precisión.

 

Pidamos al Señor esta fuerza del Espíritu Santo para que nos abramos a todas las realidades que tenemos que vivir. Que sean nuevas aunque sean ordinarias, cotidianas y comunes. Y que sean extraordinarias aquellas que nos llevan a no tener miedo a la persecución, ni a quemarnos, ni a la muerte, ni a la discriminación, ni a la burla, ni a nada.

 

Que seamos convencidos como personas, que somos buenas personas y lo queremos ser, y buenos cristianos y lo queremos ser. ¡Ay de nosotros si no evangelizamos!

 

Nuestra Iglesia diocesana tiene que vivir este Espíritu  Santo, la Fiesta de Pentecostés, con el ardor, con el entusiasmo y con la pasión por Cristo, por la Iglesia, para nuestros hermanos.

 

Si no tienes entusiasmo, si no tienes pasión, tienes poca convicción. ¡Búscala porque la has perdido! Si la encuentras, estarás convertido.

 

Les dejo mi bendición en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén